Les unen la pasión por la literatura, por la imagen y por la vida. Es
decir, por el viaje con todas sus consecuencias. A Julio Llamazares los
pies le han crecido andando, y a José Manuel Navia (Navia, como él
firma) le ha pasado lo mismo. Ahora se han juntado, a instancias de EL
PAÍS, para hacer uno de los grandes viajes de la historia de la ficción,
la ruta del Quijote, el personaje más universal de la historia de la
literatura.
Llamazares pone la escritura. Navia las fotos. Durante los dos
últimos meses el primero y algunos años más el segundo han ido hollando
los mismos pasos que siguió el héroe de Cervantes, desde las Trinitarias
del Barrio de las Letras (donde se supone que está enterrado el ilustre
bardo) hasta Barcelona, la ciudad a la que tango elogio dedica
Cervantes en El Quijote. De Madrid a Barcelona, pues, pasando por el mundo entero del viejo hidalgo y del superlativo Sancho.
Hablan de esa aventura común (“nos une la pasión por la literatura y
la pasión por el paisaje”, dice Navia) en un viejo bar de Madrid, la
Taberna Mariano, cuyo propietario se sabe de memoria muchos pasajes del Quijote, cuyo autor, parece, descansa enfrente.
Navia viene “del mundo de la palabra, hice Filosofía, rama Antropología” y Julio fue abogado y es el escritor de La lluvia amarilla y Distintas formas de mirar el agua.
Desde hace años, Navia retrata esa ruta que ahora ha seguido al compás
que Llamazares; y éste ha mirado (el agua, la tierra) con la pasión de
quien retratara mariposas o desiertos, como su colega Rulfo. “Pero, a
diferencia de Rulfo, en mi vida he hecho una foto, porque además me
tiembla el pulso”.
Así que Navia pone la imagen y Llamazares pone el texto. El encargo
que recibió Julio, seguir la ruta del Quijote, fue similar al que
cumplió Azorín de parte del director de El imparcial, Ortega Munilla, el
padre del filósofo. Munilla le dio a Azorín una pistola como armamento
para el viaje, y en los rudimentarios medios de entonces emprendió un
viaje que fue crónica periodística y luego libro, La ruta del Quijote. El encargo que recibió ahora el autor de El río del olvido o Tras-os-Montes,
dos de sus más célebres libros de viajes, fue igual, pero él lo ha
prolongado. A diferencia de Azorín, él fue hasta Barcelona; y a
diferencia de Azorín también, su ruta es ahora un lugar en el que hay
hamburgueserías, una hostelería distinta, pero un paisanaje en cierto
modo similar, y de momento no se tiene que usar pistola. De sus
sobresaltos y de sus encuentros hablaron en la taberna de Mariano.
Son viejos conocidos, pero tuvieron noticia de cada uno antes de
encontrarse. “A mí me marcó de Julio”, dice Navia, “la primera frase de El río del olvido:
“La memoria es paisaje”... “Como Navia, Julio ha buscado el Quijote “en
el paisaje y en el paisanaje... Me imaginaba contar esta ruta con
ilustraciones. Con ilustraciones o con Navia, que lleva trabajando años
en los territorios del Quijote”.
El resultado lo podrán comprobar los lectores durante todo el mes de agosto en esta Revista de Verano.
Fue un viaje cuyo anecdotario formará parte de las entregas escritas;
algunas cosas se quedarán, sin embargo, en la memoria chusca de ambos.
En Bolaños de Calatrava tuvieron que dormir juntos, “aunque no hubo
trato carnal”, porque el hotel Doña Berenguela carecía de otra cama que
la que pudieron ofrecerles.
Elección de territorios
Se han encontrado “con el tuétano de España”. Entre los millones de
aciertos que tiene Cervantes, señala Navia, “está la elección de los
territorios, aparentemente imposibles, que representan la espina, el
tuétano, de España...” Han transitado por ese tuétano maravillándose de
la pertinencia de las descripciones de Cervantes (en Villatobas, Toledo,
en la Mancha Alta). El resultado del viaje es “una radiografía de la
España que sobrevive al tiempo y a los hechos”, dice Julio. “Es el
tuétano del país a través de la memoria, que es la literatura”. El
trayecto lo llevó a lugares que luego fueron otra cosa (el búnker desde
el que se dirigía, en tierras del Ebro, la batalla que se libró allí en
la Guerra Civil, el puesto de mando de Durruti).
En Cataluña, donde Llamazares prolongó la ruta propuesta por Azorín, y
que completa decisivamente la obra de Cervantes, se encontró una mirada
distinta sobre El Quijote. “En La Mancha se toma como un
patrimonio; en Cataluña a veces vi desdén o ignorancia. En Tárrega me
dijeron: ‘Aquí somos más de Tirant lo Blanc”.
Uno y otro vieron paisajes que ya no reconocería Cervantes.
Desiertos que ahora son regadíos, selvas que son florestas o bosques...
Los dos comparten una visión general de la obra en relación con los
españoles: “Hay un gran desconocimiento: El Quijote se considera tan
sagrado que la gente no osa tocarlo a fondo, se acerca a él y se da la
vuelta”.
Ellos han ido de frente, buscando a don Quijote en los recovecos de
la tierra y en la consecuencia de la imaginación que, en la mano de
Cervantes, se convirtió en un mapa del alma, probablemente española pero
de hecho universal. Desde el 1 de agosto podrán viajar con los dos, con
Navia y con Llamazares, por la misma ruta que hollaron los pasos del
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
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2/ 31 La partida
El camino comienza en la cripta del convento madrileño de las Trinitarias
La del alba sería cuando el viajero salió de su casa…
Si no fuera una obviedad, este relato comenzaría así, remedando una
de las frases más célebres del libro que le hará de guía, que no es otro
que la más grande novela que, junto con la Ilíada y la Odisea y alguna otra que el lector quiera añadir de su parte, se ha escrito en la historia del mundo, la de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha,
de don Miguel de Cervantes Saavedra. Como a Azorín le ocurriera hace
más de un siglo, al que escribe le llamaron del periódico (a él de EL
PAÍS, a Azorín de El Imparcial) y le propusieron hacer el viaje
de don Quijote para celebrar los cuatrocientos años de la publicación
de la segunda parte de sus aventuras (a Azorín el encargo se lo hicieron
para conmemorar los trescientos de la primera parte, que se cumplieron
en 1905), así que lo comienza, como debe ser, encomendándose a los dos
autores: a Cervantes por razones evidentes y a Azorín porque su
recorrido será el que haga en primer lugar antes de dilatarlo por su
cuenta al resto de los territorios que don Quijote también recorrió y
que el escritor del 98 declinó imitar ante la precariedad de los medios
de locomoción entonces: aparte del tren que le trasladó a La Mancha, el
resto de su viaje lo hizo en un carro acompañado por un lugareño. El
título de este primer capítulo: La partida, el mismo con que Azorín comienza su narración, es un homenaje a él y a su célebre viaje por La Mancha de hace cien años.
Antes de empezar el suyo, el que escribe se dirige, sin embargo,
antes de dejar Madrid, a los lugares que en la ciudad conservan la
memoria de Cervantes para encomendarse a él, siquiera sea con la
imaginación. Falta le hará, como a los que en estos días remueven los
huesos de las sepulturas de la cripta de las Trinitarias, el convento en
el que el autor de El Quijote reposa (el año que viene hará
cuatrocientos años) intentando diferenciar los suyos de los de otros
difuntos. Ardua tarea a la que se enfrentan empujados por intereses
políticos más que culturales y que tiene al barrio de las Letras, el
cantón madrileño así conocido por haber vivido en él los principales
autores del Siglo de Oro español, desde Lope de Vega a Quevedo y desde
Cervantes a Luis de Góngora (que llegó a ser inquilino de Quevedo antes
de enemistarse a muerte con él), en una época en la que la capital,
recién nombrada tal por el rey Felipe II, terminaba aquí, entre la
curiosidad y la indiferencia de los vecinos y la incomodidad de las
monjas, que han visto su retiro monacal interrumpido. Como dice María
José, la actual demandadera del convento, oficio que heredó de su marido
al quedarse viuda, para ellas todo esto está siendo “un alboroto”. Son
sólo trece las monjas — la mitad de ellas peruanas— las que habitan este
casón de ladrillo viejo encastrado en el corazón del Madrid antiguo
ajenas al ajetreo que las rodea y al trabajo de los arqueólogos que
buscan bajo su iglesia al padre de don Quijote.
—Eran más, pero entre las que se han ido a reforzar otros conventos
que se habían quedado sin monjas y las que se llevó el anterior capellán
al cielo al morir se han quedado casi en cuadro —dice la demandadera
mientras barre el fresco zaguán de entrada al convento.
—¿Cómo que se las llevó al cielo?
—Es una forma de hablar… El hombre había estado 33 años de capellán
y, a raíz de morirse él, se murieron también nueve monjas prácticamente
seguidas. Casi acaba con la comunidad.
En la calle de Cervantes, esquina a la del León, a pocos pasos de
allí, la casa de la que Cervantes salió para no volver y en la que se
supone escribiría la segunda parte de la novela, recuerda con varias
placas a su inquilino (la mejor es una que aconseja: “Sé moderado con
tus sueños, que el que no madruga con el sol no goza del día”) y lo
mismo hace otra también muy próxima, en el edificio que ocupa el solar
en el que estuviera la legendaria imprenta de Juan de la Cuesta, en la
que se imprimió un día del año 1605 la primera parte de una novela cuya
memoria nos sobrevivirá a todos. Desde el sótano que alberga la réplica
de la original imprenta, mientras miro en las paredes ilustraciones de
las escenas y personajes correspondientes a diferentes ediciones de las
miles que del Quijote se han hecho en el mundo, echo a volar
con la imaginación en dirección al territorio en el que suceden antes de
subirme al coche para poner rumbo a él cruzando Madrid.
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3/ 31 Las ventas de Puerto Lápice
En el pueblo, los vecinos dan por hecho que don Quijote pasó por él,
incluso que allí fue armado caballero el genial loco en su primera
salida en solitario
A Puerto Lápice llego en poco más de una hora tras cruzar el
extrarradio de Madrid y la meseta que une el verde valle del Tajo con
los montes de Toledo, en los que se asienta el pueblo. Como escribiera
Azorín, que hizo ese trayecto en tren (él hacia Alcázar de San Juan y
Cinco Casas, la estación de Argamasilla de Alba, donde se apeó), “¿dónde
iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y
mis cuartillas?”.
La moderna autovía bordea el pueblo, que queda a la derecha, entre
los campos, pero la carretera antigua sigue haciéndole de calle
principal, no en vano Puerto Lápice surgió por ella y para servirla, al
principio como ventas para arrieros y para entretenimiento y descanso de
las diligencias que iban de Madrid al sur y aquí cambiaban sus tiros y
luego ya como un pueblo hecho y derecho, que es lo que es en la
actualidad. Aunque no por ello haya perdido el aire de lugar de paso que
a don Quijote tanto le atrajo hasta el punto de que hacia él se dirigió
las dos primeras veces que salió en busca de aventuras, pues suponía, y
así se lo dijo a su escudero Sancho, que, al ser Puerto Lápice “lugar
muy pasajero”, en él podrían “meter las manos hasta los codos en esto
que llaman aventuras”.
Si las halló o no Cervantes no lo aclara mucho (y la legión de los
cervantistas tampoco, a pesar de sus disquisiciones e hipótesis
innumerables), pero en el pueblo los vecinos dan por hecho que don
Quijote pasó por él, incluso que en una venta que aún sigue abierta para
el turismo y de la que luego me enteraré que fue una carpintería hasta
hace unas décadas fue armado caballero el genial loco en su primera
salida en solitario por La Mancha.
Azorín, en 1905, cuenta que el médico del lugar le acompañó a ver el
solar en el que, según sus investigaciones, se habría alzado la venta en
la que don Quijote veló sus armas bajo la luna toda la noche antes de
ser armado caballero por un ventero asombrado, teniendo por testigos a
un criado y a dos mozas del partido, la Tolosa y la Molinera, que le
ciñeron la espada y le calzaron la espuela conteniendo con dificultad
las risas. Los turistas, sin embargo, se conforman con visitar la que la
remeda hoy, un decorado perfecto y de desorbitados precios frente a la
que los autobuses los deposita como si fueran una mercancía más.
Si se dieran una vuelta por el pueblo y hablaran con los vecinos,
descubrirían que al lado mismo de la bautizada como la Venta de don
Quijote, tras la pared que la continúa en dirección al Ayuntamiento y la
plaza mayor, sigue tal como estaba cuando Azorín se alojó en ella la
posada de la Dorotea, la mujer del Higinio Mascaraque al que se refiere
aquél, y en la que continúa viviendo una nieta, Pilar, que a sus 82 años
recuerda todavía los tiempos en que los arrieros paraban aquí para
descansar en sus idas y venidas por los caminos que en Puerto Lápice se
cruzaban. No sólo ella, la casa entera recuerda aquella época de
ajetreo, de latigazos y voces de los arrieros, de relinchos de las
caballerías, con su enorme corralón enjalbegado, su pozo, su abrevadero,
su portalón de gruesas columnas pintadas de añil y blanco y sus cuadras
hoy vacías pero con los pesebres y las tarimas en las que dormían sobre
sacos de paja los arrieros igual que cuando Azorín pasó por aquí hace
un siglo. Pilar, que no había nacido aún, sí recuerda oír a su madre de
él aunque nunca ha leído el libro que yo le muestro y en el que sus
abuelos y su posada quedaron inmortalizados. “Se lo mandaré”, le digo.
Cae la tarde en Puerto Lápice. Los turistas ya se han ido y los
vecinos del pueblo, apenas unos mil dedicados a la agricultura y al
turismo (“La autovía nos ha hecho mucho daño”, se lamenta el dueño del
Hotel El Puerto, donde dormiré esta noche) o empleados en las dos
pequeñas fábricas que posee, una de muebles y otra de somieres, pasean o
conversan en corrillos en las callejas del pueblo o en las terrazas de
la Plaza Mayor, una reconstrucción de lo que debió de ser tiempo atrás
pero que ahora parece un trampantojo arquitectónico. Es domingo y frente
a la plaza, en la carretera, varias personas esperan al autobús de
Madrid, que está a punto de llegar. Por las ganas yo me iría también,
pero no he hecho más que empezar mi viaje, un viaje que me llevará por
medio país y que, como don Quijote, haré de tres veces, y mientras la
noche llega salgo del pueblo y subo a los tres molinos que desde una
colina dominan el antiguo puerto y, a un lado y a otro de él, la
ondulada tierra de Toledo y la llanura inmensa de La Mancha, por la que
caminaré mañana.
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4/ 31 Meditación de la llanura
Atravesando esta planicie amarilla y lisa se comprende que Alonso
Quijano el Bueno no solo viviera aquí, sino que enloqueciera mirando
estos horizontes
“La jaca corre desesperada, impetuosa; las anchurosas piezas se
suceden iguales, monótonas; todo el campo es un llano uniforme, gris,
sin un altozano, sin la más leve ondulación (…) Por este camino, a
través de estos llanos, a estas horas precisamente, caminaba una mañana
ardorosa de julio el caballero de la triste figura; sólo recorriendo
estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad
de este paisaje, es como se acaba de amar del todo íntimamente,
profundamente esta figura dolorosa ¿En qué pensaba don Alonso Quijano,
el Bueno, cuando iba por estos campos a horcajadas de Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble, la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho?”…
En mitad de estos campos yermos uno se siente fuera del mundo
En qué pensaba Alonso Quijano el Bueno yo no lo sé, pero lo que sí sé
es en lo que pienso yo mientras recorro el mismo camino que él hizo y,
siguiendo sus pasos, Azorín
siglos después, sólo que en dirección contraria a la de ellos. De
hecho, he dejado ya atrás Villarta de San Juan, “el pueblo blanco, de un
blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules” que Azorín
cruzó camino de Puerto Lápice, con su impresionante puente de piedra de
más de 300 metros sobre el río Cigüela, que desaparece debajo de él
entre taráis, sauces y carrizos, y su ermita de la Virgen de la Paz,
ante la que cada 24 de enero los villartinos tiran 2.000 docenas de
cohetes, nada más y nada menos, según me contó un vecino (José Antonio
Rodríguez Archidona, un jubilado de una almazara de aceite al que me
encontré en el puente), y ahora avanzo a campo abierto hacia el levante,
hacia el difuso horizonte tras el que ha de estar Cinco Casas, la
estación del tren de Argamasilla de Alba a la que Azorín llegó.
El Cinco Casas antiguo tiene un aire de poblado del Oeste
Y en lo que yo voy pensando es en lo mismo que éste: que, atravesando
esta llanura grandiosa, esta planicie amarilla y lisa como una tabla de
planchar, desesperante y aburrida al mismo tiempo, bajo un cielo
combado como una cuerda en la que el sol arde en vez de brillar, es como
se comprende que Alonso Quijano el Bueno no sólo viviera aquí, sino que
enloqueciera mirando estos horizontes que él convertiría en quimeras y
en ensoñaciones de su imaginación febril. En medio de esta llanura, en
mitad de estos campos yermos o cubiertos de cereal y de placas de
termoenergía (auténticos sembrados futuristas delimitados por alambradas
de kilómetros de longitud), uno se siente fuera del mundo, abandonado a
su suerte por sus semejantes, que apenas circulan en coche por la
carretera. Hasta Cinco Casas no encontraré a uno de verdad.
Cinco Casas, a mitad de camino entre Villarta de San Juan y
Argamasilla de Alba, es un pueblo doble, el antiguo, surgido en torno a
la estación del tren y prácticamente deshabitado a lo que parece (salvo
un almacén de vino y un par de casas con macetas, todos los edificios
están cerrados), y el nuevo, un poblado de colonización creado frente al
antiguo hace varias décadas para el aprovechamiento agrícola de los
regadíos que proporcionó la explotación a través de pozos del famoso
acuífero 23 del Guadiana. Tanto uno como otro tienen algo artificial, el
Cinco Casas antiguo con su aire de poblado del Oeste, apenas una
avenida que arranca enfrente de la estación, y el nuevo con su trazado
rectangular y anodino típico de los de su especie. Solamente, entre los
dos, el restaurante de la carretera (El Rincón de Don Quijote, cómo no),
lleno a la hora de comer de trabajadores (sus tractores y sus coches
permanecen alineados a la puerta), parece algo más real, aunque tampoco
como para confiarse. Desde los ventanales del comedor, poniendo fondo al
ruido de los cubiertos y a las conversaciones de los comensales, la
llanura reverbera sin límites hacia el horizonte.
La primera salida de don Quijote
Como es sabido, don Quijote salió tres veces de su aldea y las tres
regresó a ella. La primera, que fue también la más corta, la hizo solo y
duró dos días, los que transcurrieron entre su partida un amanecer
(“una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de
julio”, escribe Cervantes) y su regreso a casa al siguiente día,
convencido por el socarrón ventero que lo armó caballero después de una
noche en vela de que necesitaba, para ser un caballero andante de
verdad, dinero, camisa blanca, ungüento para curar las heridas y un
escudero. En total, no andaría más de cincuenta kilómetros y, si es
verdad lo que dicen de que Argamasilla de Alba fue el lugar de La Mancha
que tanta tinta ha hecho correr por la indefinición en que lo dejó
Cervantes, debió de ser por esta llanura que se extiende alrededor de
él.
Pero Argamasilla de Alba está ya muy cerca. A diez minutos en coche
por la misma carretera rectilínea que me ha traído desde Villarta y que
no es otra que el camino que don Quijote hubo de recorrer (suponiendo
que, en efecto, Argamasilla de Alba fuese su patria chica, como Azorín
dio también por cierto) en su primera salida del pueblo en busca de
aventuras de verdad. No cuesta mucho imaginarlo entrecerrando un poco
los ojos a esta hora en la que el sol los ciega y en la llanura sólo se
ve el polvo que levantan las cosechadoras del cereal y algunos tractores
y el perfil de alguna alquería pintada de añil y blanco, los dos
colores de La Mancha y del cielo en este momento. Con el paso de las
horas, las nubes han aumentado convirtiéndolo en un cuadro de Zurbarán.
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5/ 31 Los académicos de Argamasilla
Las imaginarias historietas relacionan siempre a Cervantes o a don Quijote con todos los parajes mencionados en la novela
Al final de la primera parte del Quijote,
Cervantes da noticia de la muerte de su héroe a través de los
pintorescos epitafios que dizque le dedicaron “los académicos de la
Argamasilla, lugar de la Mancha”: el Monicongo, el Cachidiablo, el
Tiquitoc y demás cuadrilla. La mención del “lugar de la Mancha”, en
simetría con la frase inicial de la narración, no podía sino dar pie a
que desde la misma continuación apócrifa de Avellaneda (1614) se
entendiera que el protagonista era natural de Argamasilla de Alba (más
nombrada y más cercana al Toboso que Argamasilla de Calatrava).
Es, por supuesto, una de las muchas fantasías que la difusión del Quijote
en ediciones baratas inspiró a clérigos y eruditos locales a lo largo
del Setecientos. Las imaginarias historietas relacionan siempre a Cervantes
o a don Quijote con todos y cada uno de los parajes mencionados o
adivinados en la novela. En no menos de tres pueblos, así, cuenta la
leyenda que el escritor había llegado allá para cobrar unas deudas y
acabado componiendo el Quijote en una mazmorra. En Argamasilla,
concretamente, en la cueva de cierta casa que había pertenecido a la
familia Medrano. Por si fuera poco, la iglesia parroquial exhibe el
exvoto de un hidalgo del siglo XVI a quien los lugareños retienen no ya
el modelo, sino el auténtico Alonso Quijano.
¿Habrán osado los señores académicos apuntar las reticencias de Azorín?
En 1905, Azorín hizo buenas migas con los tertulianos de una rebotica
a quienes consideraba “los académicos de Argamasilla”. “Yo no he
conocido jamás hombres más discretos, más amables, más sencillos”,
refiere. Pero ¡ay si intentan despojarles de sus glorias! Sería cosa de
pensar en el soliloquio de Sancho a las puertas del Toboso, adonde su
amo lo ha enviado a buscar a Dulcinea: “—¿Y paréceos que fuera acertado y
bien hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con
intención de ir a sonsacarles sus princesas..., viniesen y os moliesen
las costillas a puros palos y no os dejasen hueso sano? —En verdad que
tendrían mucha razón..., porque la gente manchega es tan colérica como
honrada y no consiente cosquillas de nadie”.
Azorín se resiste a suscribir las fábulas argamasillescas y así lo
insinúa “tímidamente, con toda cortesía”. Los académicos ponen ojos de
espanto y se llevan las manos a la cabeza. “¡No, no, por Dios! ¡No, no,
señor Azorín¡ ¡Llévese usted a Cervantes, lléveselo en buena hora, pero
déjenos usted a don Quijote!... ¡Eso creo que es una broma de usted!”. Y
a Azorín no le queda más remedio que doblegarse ante esos excelentes
sujetos: “Efectivamente, esto no pasa de ser una broma mía sin
importancia”. Una representativa expedición de la Real Academia Española celebra este jueves un pleno extraordinario en Argamasilla y se prevé que el director firme
en el libro áureo de la cueva de Medrano. Como acostumbro a recogerme
temprano, no tengo noticias de la jornada. ¿Habrán osado los señores
académicos apuntar las reticencias de Azorín? O, como Azorín, ¿habrán
replegado velas frente a la realidad histórica, sancionando expresamente
las descaminadas tradiciones? Si yo hubiera tenido voz en el proyecto,
habría aconsejado limitarse a loar el fervor literario de la población y
declamar los versos del Monicongo: “El calvatrueno que adornó la
Mancha...”, o el soneto del Paniaguado: “Esta que veis de rostro
amondongado, / alta de pechos y ademán brioso...”.
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6/ 31 Las lagunas de Ruidera
El camino empieza a enriscarse. Al fondo, el Guadiana, que excava su
caz entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes
al pantano de Peñarroya
Después del de Puerto Lápice, Azorín hizo un segundo viaje antes del
que lo devolvió a Madrid después de pasar por Criptana y El Toboso, la
patria de Dulcinea, desde la estación de ferrocarril de Alcázar de San
Juan. Fue el que hizo a las lagunas de Ruidera y a la famosa cueva de
Montesinos, como en el viaje de Puerto Lápice en el carro de Miguel, el
carretero de Argamasilla de Alba al que haría pasar a la posteridad.
El viaje, que yo repito también, llevó a ambos hacia el sur, hacia el
famoso campo de Montiel por el que, según Cervantes, caminaba Don
Quijote al salir de su lugar las tres veces que lo hizo. “Y era la
verdad que por él caminaba”, repite. Azorín, por su parte, tras
describir la llanura parda y yerma — “la misma que se atraviesa para ir a
los altos de Puerto Lápiche”— que rodea Argamasilla también por el
mediodía dice que “por esta misma parte por donde yo acabo de partir de
la villa, hacía sus salidas el Caballero de la Triste Figura”.
El pueblo aparece entre dos montes, como un refugio de bandoleros
Pronto, no obstante, el camino empieza a enriscarse, al fondo
aparecen los primeros montes y el Guadiana, que corre a la derecha del
camino (o se supone que corre, pues el cauce verdea abajo, entre los
juncos), excava su caz ahora entre unas paredes pétreas que servirán en
seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya y al castillo que le
dio su nombre. Cervantes no habla de él, pero Azorín le dedica un par de
párrafos para decir que el castillo “se haya asentado en un eminente
terraplén de la montaña” y que aún perduran de él “un torreón cuadrado,
sólido, fornido, indestructible, y las recias murallas —con sus
barbacanas, con sus saeteras— que la cercaban”. Hoy todo continúa igual,
sólo que reflejado sobre el pantano que surte de agua a Argamasilla y a
Tomelloso y que se considera ya, aunque artificial, la primera de las
lagunas de Ruidera. Así, al menos, lo dicen los dos obreros que reparan
un trozo de la muralla que se desmoronó este invierno (“Por dentro es de
tierra vegetal”, me muestran) y el santero de la ermita y el vigilante
de la presa, que toman una cerveza en el chiscón del primero, ajenos a
cualquier preocupación.
—Si el rey supiera cómo vivimos —dice el guarda, sonriendo—, nos cambiaba el puesto sin dudarlo.
—Ya, pero yo no se lo cambiaba a él —dice el santero, cuya única
ocupación es tener limpia la ermita que ocupa un antiguo salón del
castillo y en la que se venera a la Virgen de Peñarroya, cuyo culto se
disputan Argamasilla y el vecino pueblo de La Solana. Un año la
procesiona uno y al año siguiente otro.
Los vecinos son gente abierta
y hospitalaria que vive del turismo
Hasta Ruidera, la carretera se convierte ya en un camino de monte,
rodeado por doquier de lentiscos y carrascas. Pronto aparece, sin
embargo, a la derecha de la carretera, la primera de las lagunas que el
Guadiana ha formado en su descenso y que le han dado fama al pueblo.
Este aparece también al cabo de unos kilómetros escondido entre dos
montes como un refugio de bandoleros. Quizá fue en él en el que pensó
Manuel Ortega Munilla cuando le entregó a Azorín el revólver. Pero no se
necesita. Los vecinos de la Ruidera de hoy son gente abierta y
hospitalaria y como viven, además, del turismo acogen al forastero como
se debe, esto es, con restaurantes y hoteles por todas partes. Ya nada
queda de la época en que en Ruidera estaba la fábrica de pólvora del
reino, salvo un par de caserones, pero la aldea tiene el encanto de los
lugares perdidos y más en el mes de junio, que es cuando yo la visito.
Todavía no se ha llenado de forasteros. Las lagunas, además, tienen
bastante caudal aún y en los bares y merenderos de sus orillas aún es
posible sentarse a mirar el agua o jugar al parchís como hacen unas
monjitas (“de Guadalajara. De la orden de los Ancianos Desamparados”, me
dice una, la única que no juega, que mira el lago con melancolía). El
dueño del hotel, que es amigo de ellas, les permite que pasen aquí el
día, el único del que disponen, sin cobrarles más que la comida.
El resto de las lagunas, hasta 16, encajonadas entre los montes y
rodeadas de vegetación (sauces, cipreses, alisos, álamos, pinos) entre
la que se ven algunos bañistas y grupos de jubilados llegados en
autobuses, se suceden una tras otra hasta la más alta —la laguna Blanca
es su nombre— unidas por cascadas y torrentes que en tiempos se
aprovecharon para moler. Mirándolas al atardecer, con los reflejos del
sol sobre su superficie y las aves sobrevolándolas, no es difícil
comprender a Don Quijote, quien en la cueva de Montesinos soñó que las
lagunas eran mujeres que habían sido encantadas por el sabio mago
Merlín.
La aventura de los batanes
Entre las aventuras más conocidas de Don Quijote está la que éste y
su escudero Sancho vivieron una noche al oír el ruido de unos batanes
sin saber a qué correspondía. Por fortuna, la aurora llegó antes de que
Don Quijote arremetiera contra el origen de aquel fragor, aunque ello
causara en él cierta pesadumbre: “Mirole Sancho —escribe Cervantes— y
vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar
corrido”.
Aunque Agostini y Astrana, dos de los más reputados estudiosos del
Quijote, sitúan la escena en el arroyo de la Batanera, cerca de
Fuencaliente, en Sierra Morena, otros lo hacen en la laguna Batana de
Ruidera y así lo recogió Azorín.
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7/ 31 El castillo de Rochafrida y la famosa cueva de Montesinos
El viajero se desvía por un camino de tierra en cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del monumento
Dejo a don Quijote y Sancho lamentándose de su condición miedosa
—humana, al fin y a la postre—, corridos al descubrir el origen del
ruido que los aterrorizó en la noche y que no era otro que el de las
palas de unos batanes molineros al golpear el agua que las movía, y por
la carretera que lleva a Ossa de Montiel, que ya es provincia de
Albacete, subo, imitando a Azorín, hacia uno de los lugares más
emblemáticos de la mayor novela de la historia: la famosa cueva de
Montesinos, en la que don Quijote durmió durante tres días mientras
afuera pasaba sólo una hora. Lo cuenta Cervantes en el capítulo XXIII de
la segunda parte del libro:
—¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote. —Poco más de una hora
—respondió Sancho. —Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá
me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces;
así que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y
escondidas a la vista nuestra.
El campo de Montiel
Aunque su
patronímico fue el de La Mancha, la patria chica de don Quijote fue
propiamente el campo de Montiel, pues en él vivía según Cervantes
insiste al narrar sus salidas de la aldea. Así que los montieleños se
arrogan el privilegio de su paisanaje, incluso Villanueva de los
Infantes, la capital del histórico territorio con permiso del diminuto
Montiel, presume abiertamente de ser el lugar de La Mancha del
que Cervantes no quiso acordarse para disgusto de Argamasilla de Alba y
de los restantes pueblos (Alcázar de San Juan, Esquivias…) que también
pretenden lo mismo.
Ondulado y más pobre que La Mancha, el campo de Montiel, que se
extiende por el sureste de la provincia de Ciudad Real y por el extremo
oeste de la de Albacete, protagoniza, en cualquier caso, muchas de sus
correrías.
Antes de llegar, no obstante, me desvío por un camino de tierra en
cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del
castillo de Rochafrida. Se trata de la fortaleza, hoy ya un montón de
ruinas, de construcción musulmana conquistada por los cristianos tras la
batalla de las Navas de Tolosa y abandonada en el siglo XIV, pero cuya
memoria poética permanece en el imaginario español gracias a la
literatura. El Romance de Rochafrida, que habla de los amores
de la princesa Rosaflorida con el conde Montesinos (“En Castilla está un
castillo/ que se llama Rocafrida;/ al castillo llaman Roca/ y a la
fonte llaman Frida…”) le inspiró a Cervantes, según parece, el
encantamiento de Durandarte y Belerda que don Quijote le cuenta a Sancho
al salir de la cueva de Montesinos, entre otras muchas maravillas.
Encantamiento que no es de extrañar habida cuenta de la vegetación y la
paz que envuelve tanto la fonte frida del nombre, que continúa
manando al pie de la fortaleza, como a ésta, erguida a pesar de su ruina
entre la arboleda que el sol dora suavemente en este atardecer de
primavera largo como su propia historia.
A la cueva de Montesinos llego ya al anochecer. Como la caseta de
información está cerrada y no hay nadie a quien preguntar, tardo en
encontrar la sima, que está a cien metros de aquella, escondida entre
las encinas carrascas que cubren toda la vista hasta donde el horizonte
del campo de Montiel se extiende; un campo ondulado y pardo y dorado
también en algunos puntos por los últimos rayos del sol, que aquí ya se
ha puesto hace rato. Aún así, alcanzo a ver claramente “la boca
espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y
malezas, tan espesas y intrincadas, que de todo en todo la encubren”,
que don Quijote y Sancho Panza avistaron tras varias horas de camino y a
la que el hidalgo no dudó en bajar atado con una soga a pesar de las
advertencias de su escudero. Yo ni siquiera tengo esa duda. La cueva
está cerrada con una reja que impide acceder a ella, lo que, dada la
hora y mi claustrofobia, agradezco, aunque no tenga a quien hacerlo.
Estoy solo en el lugar, sin nadie posiblemente en varios kilómetros a la
redonda. Animado por esa soledad o atacado de un brote de quijotismo
(después de tres días siguiendo su caminar quizá ya empiece a desvariar
también), busco el capítulo correspondiente de la novela y me pongo a
leer en voz alta, para los pájaros y las perdices que de cuando en
cuando pasan entre las sombras de las encinas cerca de mí: “Y en
diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse, ni
hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas,
y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de
aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y
estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos,
tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y
si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala
señal y excusara de encerrarse en lugar semejante…”.
—¿Esta es la cueva de Montesinos?
El hombre, vestido de cicloturista, está parado a mi lado. No le
había oído llegar. Y me ha escuchado leer en voz alta solo, lo que hace
que me mire con recelo. No debe de estar muy cuerdo, debe de pensar de
mí.
—Sí— le respondo.
—¿Y aquí qué pasó? —me pregunta él, acercándose a mirar la cueva— ¿Algo de la guerra?
—No. Aquí estuvo don Quijote.
—¡¿Don Quijote?!— exclama el cicloturista con extrañeza antes de
seguir camino, ya en medio de la oscuridad ¿No sería el mago Merlín, que
ha salido de la sima al escucharme?, pienso mientras busco el coche.
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8/31 El vino de Tomelloso
En la población se nota ese olor acre y dulzón que despide y sobre
el perfil de los edificios se vislumbran las antiguas chimeneas de las
fábricas de alcohol
Tomelloso no pretende ser la aldea de don Quijote, pues ni siquiera
existía (era un grupo de alquerías desperdigadas por la llanura), cuando
aquél cabalgaba por La Mancha, pero su situación e importancia actual
hace que también se sume al negocio de la ruta quijotesca. No la que
siguió Azorín, que ni siquiera pasó por él, pues desde Argamasilla viajó
en tren, después de regresar de Ruidera, hasta Campo de Criptana, sino
la que las instituciones políticas han dibujado a lo largo y ancho de la
geografía manchega tratando de rentabilizar turísticamente la novela de
Cervantes. ¡Pobres don Quijote y Sancho, tan pobres y despreciados por
sus vecinos y ahora dándoles de comer! Así se escribe la historia.
La de Tomelloso, no obstante, no se circunscribe a ellos. El lugar de
tomillos, que de ahí le viene el apelativo, que hoy es la segunda
ciudad de Ciudad Real y la tercera en población de la región excluidas
las capitales de provincia, debe su crecimiento a la agricultura y en
particular al vino, del que es el máximo productor en cantidad de toda
España. Basta acercarse a la población para empezar a notar ese olor
acre y dulzón que despide toda ella y que subrayan sobre el perfil de
los edificios las antiguas chimeneas de las fábricas de alcohol. Eso si
uno no se ha fijado ya, que lo ha hecho, en los miles de hectáreas de
viñedo que hoy ocupan lo que fueran tomillares y baldíos por los que
seguramente pasaron don Quijote y Sancho sin dejar memoria de ellos. Y
es que la población importante entonces de la comarca era Argamasilla,
hoy casi un barrio de Tomelloso.
Tras la soledad de ayer, la actividad de la ciudad produce en uno
cierto estupor, pues creía que en toda La Mancha los pueblos eran como
los que había visto hasta ahora. Pero Tomelloso, al menos en su centro,
tiene más que ver con una pequeña capital de provincia que con un
pueblo, por más que todo el mundo se conozca. Tanto en la plaza del
Ayuntamiento —la principal— como en las calles que parten de ella la
gente se saluda y conversa en las aceras entreteniendo su actividad o
pasando la mañana, los que están ya jubilados. Que son muchos, como se
puede ver en los soportales de la llamada —por éstos —Posada de los
Portales, una antigua casa de postas, con balconadas corridas, que hoy
alberga la Oficina de Turismo y un museo, y en el Casino de San
Fernando, al otro lado de la plaza, en el que permanece intacto el aire
de los casinos manchegos que tan bien captó Azorín: “Hay algo en estos
ambientes de los casinos de pueblo que os produce como una sensación de
sopor e irrealidad. En el pueblo está todo en reposo; las calles se
hayan oscuras, desiertas; las casas han dejado de irradiar su tenue
vitalidad diurna. Y parece que todo este silencio, que todo este reposo,
que toda esta estaticidad formidable se concentra, en estos momentos,
en el salón del Casino, y pesa sobre las figuras fantásticas,
quiméricas, que vienen y se tornan a marchar lentas y mudas”. Cuesta
creer, leyendo esta descripción, que estas mismas personas protagonicen,
llegado el 15 de agosto, el gran festejo hedonista y báquico,
ininterrumpido durante varios días, que los tomelloseros celebran, según
me cuentan y leo en las guías, para honrar a su patrona, la Virgen de
la Asunción, más conocida como de las Viñas por residir en un santuario
en medio de ellas y portar en las manos, tanto la Virgen como el Niño,
sendos racimos de uvas.
Faltan aún para el retrato completo del pueblo los bombos. Están
fuera de él, desperdigados por la llanura imponente, entre las viñas y
los cultivos modernos, y son las construcciones más rudimentarias y
primitivas que uno pueda imaginar, pues se trata de chozos hechos con
piedra seca, miles, millones de piedras de las que los arados sacaban al
labrar la tierra (ahora los tractores, pero ya no se hacen bombos, pues
la gente tiene coche para volver a sus casas y ya no duerme en el
campo) y en los que los campesinos y los pastores se refugiaban cuando
hacía frío, llovía o el sol pegaba de firme, como hoy en las calles de
Tomelloso; estas calles anchas y luminosas, “en perfecta concordancia
con los interiores de las casas”, al final de las cuales “la llanura se
columbra inmensa, infinita” que describió Azorín hablando de estos
pueblones manchegos y en las que huele a vino a todas las horas ¿Cómo
extrañarse de que, si don Quijote no las transitó, pues no existían aún,
sí lo hayan hecho otros muchos locos, aficionados a la pluma o al
pincel, gentes como Antonio López Torres y su sobrino Antoñito López
García, pintores, o los poetas y novelistas Francisco García Pavón,
Eladio Cabañero, Félix Grande, Dionisio Cañas y un largo etcétera, que
han hecho que a Tomelloso se la conozca, bien que con exageración, como
la Atenas de La Mancha.
Plinio, el Sherlock Holmes manchego
Francisco García Pavón, un escritor muy popular en España hace
algunos años, escribió en la segunda mitad del pasado siglo una serie de
novelas ambientadas en Tomelloso, su pueblo natal, y protagonizadas por
el jefe de la policía local, llamado Plinio. De corte policíaco, pero
con toques costumbristas y de crítica social (hasta donde la censura
franquista se lo permitió), las historias de Plinio, siempre ayudado por
don Lotario, el veterinario de Tomelloso (un remedo del Watson de
Sherlock Holmes, pero también del Sancho Panza de don Quijote, tanto por
su lenguaje como por la campechanía) alcanzaron gran popularidad en
España en los años setenta y ochenta del siglo XX a raíz de su
adaptación por la televisión de la época y han merecido, como su
protagonista, que un parque las recuerde en el pueblo en el que suceden.
Se llama así: Jardín de las Historias de Plinio, y lo preside una
estatua de éste con don Lotario.
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9/ 31 Japoneses en Criptana
Hasta doce molinos hay sobre la atalaya a la que se encarama el pueblo
“Los molinitos de Criptana andan y andan”… Así comienza Azorín la
descripción de las construcciones más conocidas de La Mancha gracias a
la popularidad adquirida por la descripción que de ellas hace Cervantes
en El Quijote y que, habiéndolas en más pueblos, todo el mundo
las identifica con las de Campo de Criptana por ser donde se conservan
en mayor número. Hasta doce molinos hay sobre la atalaya a la que se
encarama el pueblo, nueve en perfecto estado y tres en ruinas, de los
treinta y cuatro que había en 1752 según censo del Marqués de la
Ensenada que concuerda con “los treinta o cuarenta molinos de viento”
que vio don Quijote y contra los que libró su batalla más célebre.
“Desde la ventanilla del tren —prosigue Azorín— yo miraba la ciudad
blanca, enorme, asentada en una ladera, iluminada por los resplandores
rojos, sangrientos del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina,
movían lentamente sus aspas…”, y yo lo hago desde la de mi coche
mientras atravieso “la llanura bermeja, monótona, rasa” que se prolonga
desde Tomelloso. Han cambiado los cultivos (al cereal y la vid que vería
Azorín ahora se unen otros productos, como el maíz), pero, en esencia,
el paisaje sigue siendo el de hace mil años: la misma extensa llanura
que se prolonga durante kilómetros sin ningún accidente geográfico que
la interrumpa hasta la sierra de Herencia, hacia el noroeste, y los
montes de Ruidera, al sur. En medio, solo la colina de los molinos de
Criptana rompe su monotonía.
Pero es suficiente para detenerse en ella. Es más, es uno de los
lugares más visitados de toda La Mancha, como compruebo al entrar en el
pueblo y, sobre todo, al subir a su atalaya, donde están los famosos
molinos. Hay docenas de personas visitándolos o paseando por sus
alrededores. También mirando el paisaje desde lo alto, desde donde se
tiene una visión completa del caserío del pueblo y de la llanura que yo
acabo de cruzar en coche.
En el primero de los molinos, de nombre Poyatos, está la Oficina de
Turismo y en él se compra la entrada para visitar el de enfrente,
llamado Infante, que se conserva con toda su maquinaria e incluso muele
para los turistas un domingo al mes, y para otro apodado Culebro,
convertido en museo de Sara Montiel, la actriz nacida en Criptana y que
siempre presumió de su origen manchego pese a que de muy niña emigró a
Alicante con su familia. Concha, la guía que enseña los molinos, o la
que al menos me ha correspondido a mí, lo explica todo con gran detalle,
pero del de la actriz se muestra menos entusiasta:
—Lo que tiene más interés —me confiesa al notar mi recelo— es el piano de El último cuplé.
—¿Puedo tocarlo?— le pregunto, amagando con levantar la tapa.
—Está cerrada— me dice, con una sonrisa.
Fuera de sus molinos, Criptana no ofrece muchos atractivos salvo la
disposición del pueblo, que se escalona por la ladera de la colina
formando barrios y rinconadas de gran belleza, como el llamado del
Albaicín, como el granadino, seguramente porque lo construyeron moriscos
que se instalaron aquí huyendo de aquellas tierras y, junto a la plaza
principal del pueblo, cerca de la nueva iglesia construida al terminar
la Guerra Civil para sustituir a la nueva, que fue quemada por los rojos
(es la palabra que usa el hombre que me lo cuenta), el edificio del
Pósito Real, contemporáneo de don Quijote y que en la actualidad alberga
una muestra arqueológica de la zona y un par de salas de exposiciones,
una de ellas dedicada con carácter permanente a las obras ganadoras del
concurso anual de pintura que convoca el Ayuntamiento de Criptana, y
otra que acoge estos días la obra de un pintor local, Andrés Escribano
Sánchez-Mellado, quien durante años ha dibujado a los japoneses que
continuamente llegan al pueblo a ver los molinos y que han pasado así,
sin saberlo, de observadores a protagonistas. “Siempre tuve admiración
por ellos. Desde niño observaba cómo llegaban desde la estación, con las
zapatillas llenas de polvo, en busca de su particular aventura. Los
vecinos se preguntaban por qué ese interés hacia los molinos, y otros
respondían: vienen buscando a Don Quijote”, ha escrito en una cartela
que reproduce el folleto de la exposición
Si lo encuentran o no, habría que preguntárselo a ellos, no sólo a
los japoneses, sino a todos los turistas que continuamente llegan a
Criptana y que, como Azorín y yo, suben a los molinos y luego se van
tras contemplar el atardecer desde su atalaya, que es uno de los
espectáculos más hermosos a los que uno puede asistir en el mundo
entero.
— ¿Y usted qué piensa?— le pregunto a un vecino que pasea a su perrita entre los molinos que inmortalizó Cervantes.
—Nada. Yo no pienso nada— me responde él.
El pueblo de gigantes
“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos que había al final
del campo…”, leía Azorín a la luz de una vela y continúo yo sentado al
pie de uno de ellos mientras la noche cae sobre la llanura, que se ha
llenado de luces: “…y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:
—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a
desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta,
o pocos más, desaforados gigantes (…)— ¿Qué gigantes?— dijo Sancho
Panza—. Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos…”.
400 años después, lo que fuera una quijotada más, la más famosa, eso
sí, de la novela que escribió Cervantes, se ha convertido para los
habitantes de Criptana en un motivo de presunción, como se ve en los
carteles que saludan al forastero que llega al pueblo: Criptana. Tierra
de Gigantes.
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10/31 Dulcinea y las monjas de Madagascar
En el museo de la novela que está en El Toboso hay ediciones de ‘El Quijote‘ en 50 idiomas
¿De dónde viene el error que todo el mundo repite, incluso algunos se
empeñan en sostener no serlo de ningún modo, de decir “con la iglesia
hemos topado” en lugar de “con la iglesia hemos dado”, que fue lo que le
dijo don Quijote a Sancho Panza al descubrir en la oscuridad de la
noche “el bulto” de la de El Toboso?
La pregunta me la hago parado enfrente de ella, tras llegar a la
aldea en plena hora de la siesta después de recorrer los ocho kilómetros
que separan Criptana de El Toboso por la misma carreterita que
recorriera Azorín y posiblemente también, y más de una vez, Cervantes en
sus andanzas de recaudador de impuestos; una carreterita recta en cuyo
final de pronto aparece, al coronar una cuestecilla, el capitel
puntiaguado de la iglesia (y sólo él durante bastante rato) frente a la
que don Quijote pronunció su frase más repetida y, a la vez, más
tergiversada: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”.
—Pues no lo sé— me dice Angelines, la vigilante de la oficina que, al
lado de ella, hace de recepción de turistas y de museo de la novela en
la que aparece: hay ediciones en más de cincuenta idiomas, de todos los
estilos y tamaños (la mayor pesa más de cien kilos) y donadas o
pertenecientes a personajes de lo más variado (Hitler y Mussolini, entre
otros).
Al final de una carreterita aparece el capitel de la iglesia
Su compañera en la iglesia tampoco tiene la respuesta, pero sí la
llave de ella: un euro con cincuenta que cuesta la visita. La iglesia lo
merece, pues, al margen de su protagonismo en El Quijote, es
una fábrica de gran belleza, de estilo gótico isabelino, y
extraordinarias dimensiones, tanto como para que la llamen la Catedral
de La Mancha popularmente. La que no sé si lo merece tanto es la llamada
Casa de Dulcinea, un caserón al final del pueblo en el que se intenta
reproducir lo que sería la casa de una familia pudiente del tiempo en el
que Cervantes sitúa viviendo en ella a la enamorada de su fantasioso
hidalgo. Lo mejor son los palomares y la almazara para moler la aceituna
que en la parte baja completan la visita a unas habitaciones en las que
presuntamente vivió Ana de Zarcos, la mujer que al parecer inspiró el
personaje de Dulcinea. Lo curioso es que en El Toboso, pueblo orgulloso
de su importancia en la historia de don Quijote (es el sitio más citado
con su nombre), sólo haya una mujer que lleve el de Dulcinea. Me lo dice
en la barbería de Manolo, una auténtica pieza de museo también, la
señora que espera junto a su hijo a que a éste le toque el turno.
—Y está estudiando en Madrid— apostilla.
En el pueblo solo hay una mujer que lleve el nombre de Dulcinea
Entre las monjas de los dos conventos, el de las trinitarias y el de
las clarisas, junto con la iglesia los dos edificios de interés en El
Toboso, tampoco hay ninguna Dulcinea, entre otras cosas porque la
mayoría de ellas son forasteras. O navarras, en el caso de las clarisas
(también hay una paraguaya), o de Madagascar, en el de las trinitarias.
Vinieron hace poco para llenar el vacío de un edificio en el que sólo
hay ya siete monjas. Con sus hábitos blanquísimos, el color de la piel
de las africanas destaca aún más mientras participan, a un lado del
altar, en el triduo en honor de no sé qué santo que se celebra estos
días. Cerca de allí, en el convento de las clarisas, entre tanto, las
únicas a las que encuentro es a las dos antiguas demandaderas, dos
hermanas de 95 y 90 años, una viuda y otra soltera, que contemplan la
tarde en el jardincillo que está pegado al convento y que ellas
disfrutan casi en exclusiva, ya que la parte del edificio en la que
residen da directamente a él.
—¿Y no se han jubilado?— les pregunto.
—No, si jubiladas estamos —me dice Josefa, que es la mayor, con una
sonrisa—. Lo que pasa es que las monjas nos dejan seguir viviendo aquí.
—Llevamos desde que acabó la guerra— dice la hermana, que, aunque se fue cuando se casó, ha vuelto al quedarse viuda.
—¿Han leído el Quijote?— les pregunto.
—No— me confiesan a dúo.
—¿Quieren que les lea un poco?
— Si usted quiere… —aceptan con curiosidad.
—“Media noche era por filo, poco más o menos, cuando don Quijote y
Sancho dejaron el monte y entraron en El Toboso. Estaba el pueblo en un
sosegado silencio…” — leo en voz alta para las dos mujeres y para los
pájaros que alegran el jardincillo con sus trinos y aleteos a esta hora
en la que las campanas de los dos conventos, el de las trinitarias y el
de las clarisas, llaman a vísperas como vienen haciendo día tras día
desde los tiempos de Dulcinea y de don Quijote.
—¡Muy bonito!— dicen las dos hermanas cuando acabo de leer.
Cervantes y la orden de la Trinidad
Al monasterio de la Inmaculada y San José de El Toboso, que ocupa una
superficie de 9.000 metros cuadrados y tiene una fachada de cien metros
(en un pueblo de dos mil vecinos), se le conoce como El Escorial de La
Mancha, no sólo por sus dimensiones, sino por recordar el estilo del
monasterio herreriano. Fundado en 1660, las monjas trinitarias llevan en
él prácticamente desde entonces. Y, aunque parezca anecdótico, no deja
de ser curiosa la relación de esta orden religiosa con Cervantes, que no
sólo fue rescatado de su prisión en Argel por frailes de ella, que
pagaron 500 ducados de oro por su libertad, sino que reposa en otro
convento de monjas trinitarias en Madrid ¿Casualidad o simpatía del
genial manco por una orden que el seguidor de su obra se encuentra
continuamente al estudiar su vida?
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11/31 La gloria de Cervantes
Alcázar de San Juan guarda una partida de bautismo que se atribuye al autor del ‘Quijote’
Alcázar de San Juan, la capital de La Mancha para Azorín, disputa a
Alcalá de Henares y a otros lugares de España no el honor de ser la
patria de don Quijote, sino la de Cervantes, que es más difícil.
Mientras que en la biografía de don Quijote todo es ficción, en la de
Cervantes hay documentos, alguno tan incontestable como el de la partida
de su bautismo católico. Que está en Alcalá de Henares o por lo menos
eso yo he oído y leído.
Pero el dueño del hotel en el que he dormido no está dispuesto a
aceptar tal cosa. Para él no está nada claro dónde nació Cervantes y,
como mucho, deja lugar a la duda, pero no para que cualquier lugar se
apunte a la controversia (“¡Hasta Infantes quiere ahora, fíjese, ser la
patria de Cervantes!”), sino para discutirlo únicamente entre Alcalá de
Henares y Alcázar:
—Dicen que, cuando iba a morir —me cuenta, totalmente en serio—, a
Cervantes le preguntaron de dónde era. Y él respondió que de Alca… y,
antes de seguir, murió.
Para el sacristán, la redacción del documento no deja lugar a dudas
—¡Pues vaya!— le digo yo, divertido.
En la iglesia mayor del pueblo, de proporciones catedralicias y con
trazas de haber sido una mezquita anteriormente (hay restos en sus
paredes de yesos árabes), el sacristán, que está más versado, me explica
las razones por las que, según él, el nacimiento de Cervantes en Alcalá
de Henares no es tan evidente. Lo que sucede, me dice, es que la villa
del Henares tiene el apoyo de Madrid —“que es mucho apoyo”— apostilla— y
Alcázar tiene que defender su candidatura por sí sola. Las razones son
diversas según el sacristán de Santa María (que, mientras las enumera,
me va enseñando la iglesia, incluido el camarín de la Virgen, sobre el
altar: una auténtica bombonera rococó llena de oros y otros adornos),
pero la principal de todas es la partida de bautismo que se guarda en el
archivo parroquial y cuya redacción no deja lugar a dudas para él: “En
nuebe días del mes de nobiembre de mil quinientos y cincuenta y ocho
baptizó el Rvdo. Señor alª díaz pajares un hijo de blas de Cervantes
Sabedra y de Catalina López que le puso (de) nombre Miguel”. Para
remachar el clavo, en el margen de la anotación alguien escribió más
tarde (un párroco del siglo XVIII, según el sacristán, que lo sabe todo)
una frase que dice textualmente: “Este fue el autor de la Historia de Don Quixote”.
Uno de los monumentos del pueblo, al menos desde el siglo XIX, es la estación
El resto de los argumentos, que van desde el gran conocimiento que
Cervantes demuestra en su novela de la comarca de San Juan a que aún
haya apellidos Cervantes y Saavedra en el pueblo o a que el famoso duque
de Béjar, al que Cervantes dedicó su obra, fue prior de la Orden de San
Juan, cuya capital era Alcázar, abundan en el origen alcazareño del
autor del Quijote para el sacristán, que, pese a ello, se muestra posibilista y más abierto a otras opiniones que su vecino, el dueño del hotel:
—La gloria de Cervantes, de todos modos, fue su obra, no su vida, y
ésa está claro que está íntimamente vinculada a Alcázar— concluye.
—En eso tienes razón— le digo.
Aparte de la iglesia de Santa María y del torreón que está enfrente
de ella y que fue la sede del priorato de la Orden de San Juan, la
defensora de Alcázar y su comarca durante siglos, el pueblo tiene otros
puntos de interés (las iglesias de San Francisco y de Santa Quiteria,
tan monumentales como la parroquial y, como ella, construidas con una
piedra de color rojo que les da una calidez especial, y los conventos de
la Trinidad —siempre la Trinidad unida a Cervantes— y de Santa Clara,
éste convertido en hotel desde hace ya tiempo), pero el verdadero
monumento del pueblo, al menos desde el siglo XIX, cuando se construyó,
es la estación del ferrocarril, famosa en todo el país porque por ella
pasaban todos los trenes que iban hacia el sur de España. En ella
paraban muchos viajeros para comprar las famosas tortas de Alcázar, que
todavía se venden a lo que veo, y cambiaban los equipos de maquinistas y
ferroviarios por otros de refresco.
Y desde ella partió Azorín, después de recorrer La Mancha siguiendo a
don Quijote, en dirección a Madrid un día del año 1905 dejando escritas
estas palabras de despedida que uno comparte a pesar del tiempo
transcurrido: “¿Habrá otro pueblo, aparte de éste, más castizo, más
manchego, más típico, donde más íntimamente se comprenda y se sienta la
alucinación de estas campiñas rasas, el vivir doloroso y resignado de
estos buenos labriegos y la monotonía y la desesperación de las horas
que pasan y pasan lentas, eternas, en un ambienta de soledad, de
tristeza y de inacción? (…) Decidme, ¿no comprendéis en estas tierras
los ensueños, los desvaríos, las imaginaciones desatadas del grande
loco?”.
Las órdenes militares
La de San Juan de Malta fue una de las tres órdenes militares a las
que el rey encargó la defensa de la Marca Media, como se llamaba en la
Edad Media a la meseta que se extiende entre el río Tajo y Andalucía,
cuando se reconquistó a los árabes.
En época de Miguel de Cervantes aún existían y mantenían un gran
poder, tanto que, llegado un punto, la monarquía española se enfrentó a
ellas para contrarrestarlo.
En La Mancha su memoria se conserva todavía en monumentos y en la
toponimia histórica, especialmente en el nombre de los territorios a los
que se extendía su influencia, como la comarca de San Juan o el Campo
de Calatrava, en la provincia de Ciudad Real, o el de Santiago,
mayoritario en las de Toledo y Cuenca.
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12/31 A orillas del Guadiana
La ruta de la Plata, por Sevilla, es uno de los caminos posibles de los que habla Cervantes
Azorín se va, pero yo continúo el viaje. El viaje de don Quijote no
se termina nunca, ni siquiera se sabe por dónde va realmente.
Innumerables y eternas han sido las discusiones que sobre ello han
tenido los cervantistas, unos diciendo que si don Quijote fue por aquí o
por allá y otros diciendo lo contrario, sin que ninguno de ellos tenga
la razón del todo. Y es que Cervantes en su novela no hace una geografía
real, sino lo que mi amigo Pedro García Martín, historiador y
coleccionista de objetos relacionados con El Quijote
(posavasos, carteles, cromos, sellos, vitolas) llama una geopoética,
esto es, una representación de la geografía intervenida por la
literatura.
En la segunda salida de don Quijote, por ejemplo, la geopoética se
impone a la geografía hasta tal extremo que pocos son los datos que
Cervantes da a los lectores de su novela, tanto que se limitan
prácticamente a dos frases: “Tornaron a su comenzado camino de Puerto
Lápice (tras la aventura de los molinos de viento) y a obra de las tres
del día le descubrieron” y —después de días andando hacia el sur, se
supone, en los que le sucedieron varias aventuras más— “se entraron por
una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba”. Así, sin más: “por
una parte de Sierra Morena” ¿Pero qué parte de Sierra Morena? ¿La
oriental, que cruzaba el camino real de Granada por el antiguo puerto
del Muradal (aún no existía el de Despeñaperros), o la occidental del
valle de Alcudia, que cruzaba el que iba a Sevilla y que Cervantes
anduvo tantas veces? Nadie se pone de acuerdo en el tema (hay argumentos
para defender los dos itinerarios como ciertos), así que yo, tras dudar
durante varios días y consciente de que tome la decisión que tome va a
ser contestada por algún lector, tiro una moneda al aire (hablo
figuradamente) y me voy hacia el camino de la Plata, o sea, el de
Sevilla, que es el itinerario que defienden dos cervantistas tan
reputados como Agostini y Astrana Marín y el que dibujó el geógrafo
Tomás López siguiendo las observaciones del capitán de ingenieros José
de Hermosilla en la edición del Quijote de la Real Academia Española de 1780. Por algún sitio tenía que ir.
Y no he elegido mal, barrunto desde el principio. Pues, tras dejar
atrás Puerto Lápice y el pueblo de Las Labores, que sigue siendo de San
Juan, en seguida empiezo a ver a lo lejos los reflejos de las Tablas de
Daimiel. Aunque antes, cerca de Villarrubia de los Ojos, pueblo famoso
por su singularidad hidrológica, asisto al prodigioso fenómeno que
estudié en el colegio siendo adolescente sin entenderlo nunca muy bien:
el nacimiento o renacimiento del río Guadiana después de kilómetros
desaparecido. Un grupo de manantiales, algunos secos y otros con agua,
son los ojos por los que el río vuelve a ver la luz del mundo en medio
de una llanura en la que el sol ciega, de tan intenso. Como exclamó don
Quijote tras regresar de la cueva de Montesinos: “¡Oh lloroso Guadiana, y
vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las
que lloraron vuestros hermosos ojos!”.
En el camino hacia Fuente el Fresno, el primer pueblo de Ciudad Real
que el de la Plata se encuentra viniendo desde Toledo, el Guadiana va
creciendo por mi izquierda alimentado por los arroyos que bajan de los
Montes de Toledo, que por aquí alcanzan los 1.200 metros de altitud, 600
más que los de la llanura sobre la que se elevan. Oculto en medio de
ellos, a mitad de camino entre Villarrubia y Fuente el Fresno, el
santuario de la Virgen de la Sierra se encarama como un nido sobre ellos
al abrigo de un hondón y de un manantial de agua famoso en toda la
comarca. Así lo dice el santero, que está sentado a su lado de charla
con unos amigos de Villarrubia, de donde es él también según dice, que
han venido a coger agua de la fuente.
—Fíjese si será buena este agua que había quien la llevaba en
garrafas para venderla. Tuvimos que poner un límite— se enorgullece el
santero, que ocupa el puesto desde hace tiempo, pero que aún no ha
llegado a santo.
—De santero a santo hay un cacho— bromea uno de sus amigos, al que se le ve feliz contemplando el paisaje desde aquí arriba.
Y no es para menos. Desde el muro que rodea al santuario, al que de
cuando en cuando la gente sigue llegando en coches a coger agua o a
visitar a la Virgen de la Sierra, que está en una capillita al final del
claustro o patio de venta que la antecede, la gran llanura de Ciudad
Real se extiende como una lámina en la que espejean en primer plano las
Tablas de Daimiel y el retorcido hilo del río Guadiana, que avanza con
dificultad, tal es la horizontalidad de aquélla.
El misterio de los ríos sumergidos
Durante tiempo se aseguró que el río Guadiana desaparecía, al igual
que sus afluentes el Záncara y el Cigüela, y que volvía a aflorar por
los llamados ojos de Villarrubia, a 30 kilómetros de distancia, tras
dibujar bajo la llanura el acueducto más largo de todo el planeta.
Hoy, la opinión general es que el Guadiana nace realmente en los ojos
de Villarrubia, fruto de las escorrentías de los cercanos Montes de
Toledo, y que el río de las lagunas de Ruidera es otro.
Sea como sea, el misterio de los ríos sumergidos se mantiene en una
tierra en la que el agua es un bien tan preciado, por escaso, que su
aprovechamiento es toda una filosofía.
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13/31 El camino real de la Plata o de Sevilla
Santa Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas en Malagón donde hoy quedan tan solo 14 monjas
De Málaga a Malagón dice el refrán popular sin que se conozca otra
explicación para asociar las dos poblaciones que el parecido de sus
nombres, puesto que están a cuatrocientos kilómetros una de la otra y no
tienen nada en común. Una es una ciudad de mar y la otra un pueblón
manchego rodeado de campos de cereal y de cultivos de regadío allí donde
el río Guadiana lo permite.
A Malagón he llegado desde Fuente el Fresno por el histórico camino
de la Plata, que nada tiene que ver con la vía romana de la Plata (la
que une Astorga con Mérida), tras callejear un poco por la montaraz
aldea que, como Puerto Lápice al otro lado de Villarrubia, surgió de las
varias ventas que, aprovechando el puerto que allí se abre, se habían
asentado a su vera. La aldea no tiene nada de particular (y, si lo
tiene, yo no lo vi), por lo que mi parada en ella fue breve.
Los caminos en época de Cervantes
En la derrota de don Quijote hacia el sur, explica José Terrero, autor de una publicación titulada Las rutas de las tres salidas de don Quijote de la Mancha,
Cervantes muestra tal vaguedad que es difícil determinar los sitios de
sus aventuras. Sin embargo, la existencia ya en ese tiempo de
repertorios de caminos, principalmente los de Villuga y Meneses,
perfectamente señalizados y medidos permite hacer una aproximación de
los pasos que seguirían el caballero andante y su escudero. Si tomamos,
por ejemplo, el de la Plata, que iba desde Toledo a Sevilla, sabemos que
pasaba por Ordaz, Los Yébenes, la venta de las Guadalerzas, Fuente el
Fresno, Malagón, Peralvillo, Ciudad Real, Caracuel y, así, sucesivamente
hasta llegar a Córdoba y a SevillIncluso los principales caminos eran
penosos de andar, como Cervantes experimentó en sus carnes.
Malagón, en cambio, ya es otra cosa. Sin llegar a ser Alcázar o
Tomelloso ni tener el encanto de Argamasilla o Campo de Criptana, merece
una visita despaciosa siquiera sea porque aquí (en sus proximidades)
sitúan algunos estudiosos del Quijote la famosa venta de Palomeque el
Zurdo en la que trabajaba de criada Maritornes, la asturiana “ancha de
cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no
muy sana” que, junto con los venteros, curó al pobre don Quijote de las
heridas del cuerpo que le habían producido unos arrieros yangüeses a los
que se enfrentó ese día (y, ya ella sola, de noche, de las del alma,
que eran mayores), y porque, por la misma época, unos años antes, Santa
Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas, que todavía
subsiste hoy. Lo leí apenas llegado al pueblo, mientras tomaba café en
un bar, y me lo confirma el primer vecino al que le pregunto, que
resulta ser, casualidades de la vida, hermano de dos monjas de clausura,
una de ellas residente en el propio convento de Malagón. El hombre, que
está sentado en un banco con su mujer, que sufre las consecuencias de
un ictus, y con su cuidadora rumana (¡cuántos rumanos hay por todos
estos pueblos!), en seguida se ofrece a acompañarme; se ve que se aburre
con su mujer y la cuidadora.
El convento está cerca, en una calleja próxima, pero tardamos en
llegar bastante tiempo, ya que Juan, que así se llama mi cicerone, un
excartero de Fuente el Fresno y del barrio de Carabanchel de Madrid,
anda con mucha dificultad, al final del cual divisamos el edificio, cuya
fachada da a una plazoleta en la que están conversando dos mujeres.
—Tenemos suerte— me dice Juan— Está la monjera.
Se refiere a la más vieja de las dos, una señora gruesa y de andares
torpes que, según Juan, es la que cuida de las monjas. Lo hará, no lo
dudo, como él (“Cada poco vengo a verlas” me asegura), pero, mirando lo
que le cuesta andar y no digamos ya encontrar la llave de la iglesia a
Felipa, que así se llama la monjera, a uno se le hace difícil
imaginarlo. Quizá le salve que las monjas son tan mayores como ella,
según me dice Juan, cuya hermana, la que está aquí, tiene ya 82 años.
— ¿Y la otra?
— Igual: son mellizas. A la otra la veo menos; está en Daimiel, pero
antes estuvo en Estella, en Navarra. Mi madre, la pobre, perdió los
cuatro hijos que tuvo en el mismo año: las dos mellizas se metieron
monjas, la otra hermana se casó y yo me fui a la mili a África ¡Cuánto
lloró mi madre!— me cuenta Juan mientras me acompaña, después de
santiguarse con el agua bendita de la pila, por la iglesia del convento,
que la monjera acaba de abrir después de varios intentos, pues la llave
pesa cerca de un kilo. La iglesia es rica y está muy limpia. Lo mejor
es el retablo mayor, de estilo churrigueresco, y un Cristo crucificado
al que le dicen el Cristo Verde por el color verdoso de la madera —El
mantel del altar— me señala Juan al llegar a é— lo bordó una hija mía
que hace bolillos.
Cae la tarde en Malagón. Felipa se va a su casa después de cerrar la
iglesia y Juan y yo regresamos a donde éste dejó a su mujer, eso sí,
después de santiguarse él por segunda vez (lo hizo al ir y, ahora, al
volver) ante la talla de Santa Teresa que está sentada en la misma
piedra desde la que la santa abulense veía crecer el convento en el
lugar que una paloma le indicó que lo construyera, según dice la
tradición. En el pueblo, mientras tanto, los coches van y vienen por las
calles con la música a todo volumen ajenos a la clausura de las 14
monjitas que quedan en el convento y al forastero que ha llegado hoy
siguiendo los pasos de don Quijote.
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14/31 De Calatrava la Vieja a Ciudad Real la Nueva
El vetusto castillo se impone en medio de la llanura como una enorme muela ennegrecida
De Malagón a Ciudad Real apenas hay veinticinco kilómetros, pero
antes me desvío —a la altura de Fernán Caballero— por la carretera que
lleva a Calatrava la Vieja, la fortaleza que dominó todo este territorio
en tiempos de la Reconquista y que fuera la sede de la orden militar
que recibió su nombre de ella hasta su traslado a la de Calatrava la
Nueva, sesenta kilómetros más al sur.
La fortaleza, anclada al borde del río Guadiana, que le sirvió de
foso algún tiempo (mientras el castillo estuvo en manos de los árabes,
que fueron sus constructores como principal avanzada defensiva de sus
reinos; luego, cuando cayó en manos cristianas, el río, al quedar al
norte de aquél, ya no servía de defensa), impresiona por su ferocidad
tanto como por su decadencia. Especialmente a la hora a la que yo llego,
que es la del atardecer, cuando el vetusto castillo se impone en medio
de la llanura como una enorme muela ennegrecida que el cielo recorta una
tarde más desde hace mil trescientos años, que es los que tiene
cumplidos. El silencio y la dulzura de la hora, con el cereal segado,
que llega hasta los mismos muros de la fortaleza, y la vegetación del
río mezclando aromas a su alrededor, convierte este lugar en una
fantasía, en una nueva ensoñación de la llanura ciudadrealeña que don
Quijote convertiría en una aventura, pues vería guerreros en las almenas
y en los adarves doncellas retenidas contra su voluntad que debería ir a
rescatar presto. Menos mal que don Quijote está ya dormido en la
eternidad en la que viven los héroes y sus creadores y el santero y su
familia (su mujer y una hija adolescente) pueden disfrutar tranquilos de
la cena que están tomando en la paz absoluta de la arboleda, delante
del santuario en el que también viven. Está a escasos metros de la
fortaleza y su capilla es muy visitada, según parece, pues guarda
cientos de exvotos en cera y de otros materiales de la gente que viene a
dar las gracias a la virgen de Calatrava la Vieja (de la Encarnación
realmente) y a disfrutar de los merenderos que hay en torno al santuario
y al castillo, como ahora hacen el santero y su familia antes de
retirarse a dormir.
—¡Que aproveche!
—¡Muchas gracias!
El carillón y las esculturas
Aparte del Museo del Quijote, Ciudad Real ha sembrado sus calles de
homenajes al personaje de Cervantes y a él mismo, un poco por reconocer
el que le hizo a esta tierra con su novela y un mucho por aprovechar el
tirón turístico que en torno a ella se ha producido de un tiempo acá.
Aparte de las esculturas de García Coronado y otros artistas (de don Quijote, de Sancho Panza, de Rocinante,
del propio Cervantes), que presiden las plazas de la ciudad, en el
reloj de la Casa del Arco, en la Plaza Mayor, un moderno carillón hecho a
imitación del de Múnich o del de Bruselas, pero con don Quijote, Sancho
y Cervantes como protagonistas, da las horas desde 2005, cuando se
inauguró para celebrar los 750 años de la fundación de Ciudad Real.
Cerca de la ciudad, el aeropuerto que construyó una empresa que acaba
de vendérselo a los chinos por 10.000 euros porque no sabía qué hacer
con él lleva también el nombre de don Quijote. En fin.
A Ciudad Real llego ya de noche después de atravesar Peralvillo, que
también cita Cervantes (como el lugar en el que Sancho Panza teme acabar
si se sube al caballo Clavileño, el juguete de madera que
vuela milagrosamente, y cuyo nombre se identificaba entonces con las
ejecuciones de la Inquisición, que en Peralvillo ahorcaba a sus reos), y
a la mañana, cuando me despierto, me dedico a visitarla pese a que en
el Quijote ni se la nombra (sí, en cambio Miguelturra, pueblo
que es casi ya un barrio de la ciudad, con perdón de los miguelturreños;
lo hace al hablar de un vecino del pueblo, Andrés Pelerino, que se
presenta en la ínsula Barataria ante Sancho Panza para pedirle dinero
para casar a una hija). Es normal; don Quijote procuraba siempre andar
por despoblado, lejos de las ciudades y de los pueblos donde no iba
encontrar aventuras y sí percances y contratiempos.
Pero a Ciudad Real no le importa, a lo que se ve, ese olvido; al
contrario, la ciudad fundada por el rey Alfonso X el Sabio —de ahí su
nombre— como contrapeso de la monarquía ante el creciente poder de las
órdenes militares en la zona presume, como todos los pueblos y las
ciudades de la provincia, nada más y nada menos que de ser la capital
del Quijote, que es decir mucho y nada a la vez, dependiendo de
cómo uno lo entienda. Como lo entienden Charly (Francisco Javier
López), el director de los museos municipales de Ciudad Real y amigo de
la juventud al que visito en su puesto de mando del Palacio de
Villaseñor, frente a la catedral del Prado, y Valeriano Villajos, el
archivero municipal, es con escepticismo, como corresponde a dos
personas inteligentes. “De algo tenemos que vivir”, ironiza Charly, que
ni siquiera es de Ciudad Real, aunque lleva ya media vida aquí.
Con escepticismo o no, después de tomar café (“Hoy no tenemos prisa”,
dicen el director de museos y el archivero municipal, “pues aún no se
ha constituido el nuevo Ayuntamiento, así que no tenemos jefes”) me
acompañan a ver el Museo del Quijote, creado en honor de éste y en el
que lo mejor, aparte del edificio, que está muy bien, son las
reproducciones de instrumentos de simulación de ruidos (lluvia, truenos,
ventoleras...) que se usaban en el teatro en época de Cervantes, que es
lo que más interesa a los escolares que lo visitan, mucho más que la
colección de Quijotes de la biblioteca y que los moldes de las
esculturas de Joaquín García Coronado, dónde va a parar. Y a mí también,
aunque me lo callo
15/31 El Campo de Calatrava
La fortaleza en ruinas de Alarcos domina el territorio donde se
libró la mayor batalla de la Reconquista antes de la decisiva de las
Navas de Tolosa
Cervantistas hay, como el citado José Terrero, que defienden que la
derrota de don Quijote hacia Sierra Morena fue por el este de la
provincia ciudadrealeña, esto es, por el Campo de Montiel o, como mucho,
por el camino de Granada, pero yo cada vez me convenzo más de que fue
por el Campo de Calatrava por donde el hidalgo y Sancho buscaron su
“sitio penitencial” huyendo de la Santa Hermandad y la justicia tras los
diversos encuentros y enfrentamientos con todo tipo de personas que
iban sumando a su cuenta ¿Que por qué? Porque, viendo estos caminos
polvorientos, estas colinas descarnadas, estos castillos feroces y
abandonados del viejo Campo de Calatrava, uno se imagina perfectamente
las distintas escenas del Quijote que se suceden en la segunda salida de
éste, camino de Sierra Morena: la de la liberación de los galeotes, la
del encuentro con el Cuerpo Muerto (aunque ésta, si es verdad que está
inspirada en el traslado del cuerpo momificado de San Juan de la Cruz de
Úbeda hacia Segovia, tendría más lógica que hubiera ocurrido en el
camino de Granada que en el de Sevilla) o la batalla contra los rebaños.
En Alarcos, por ejemplo, mirando la fortaleza en ruinas que domina el
territorio (hoy amplio campo de cereal) donde se libró la mayor batalla
de la Reconquista antes de la decisiva de las Navas de Tolosa, con casi
500.000 jinetes en contienda, uno imagina a don Quijote y Sancho
admirados de la grandiosidad del sitio, que impone aún a pesar de su
soledad de hoy. Ni siquiera los arqueólogos que continúan excavando el
castillo calatravo han acudido a su cita con él. Sólo yo, que, como don
Quijote y Sancho, miro hacia el cielo y vuelvo al camino escuchando en
mis oídos los gritos de los guerreros y los relinchos de los caballos
peleando todavía en la memoria de este lugar tan histórico.
Viendo estos caminos, uno se imagina perfectamente las escenas de la novela
En Caracuel, más abajo, el castillo ni siquiera está excavándose como
las ruinas de Alarcos o las de Calatrava la Vieja. Subido en un peñón
inaccesible, permanece incólume a todos los vientos como los dos
centenares de vecinos que sobreviven en esta aldea en medio del cereal.
“Y eso contando a los que ya estamos medio muertos”, me dice uno de
ellos, Manuel Garrido, con bigotillo y aire de hidalgo, que comparte su
aburrimiento con un vecino al que le han hecho una traqueotomía. Ni uno
ni otro saben que Caracuel aparece citado en El Quijote, que no han leído, por supuesto.
Villamayor, el pueblo natal de Manuel Garrido (“El hombre nace en su
pueblo y muere en el de la mujer”, me ha dicho), se asoma ya al valle de
Almodóvar, que fue durante siglos la capital de toda esta zona hasta
que Puertollano empezó a crecer con el empuje de la minería. Almodóvar
decayó mucho desde entonces, eclipsado por su antigua pedanía, que hoy
es el polo industrial de Ciudad Real y por el que pasan todas las
comunicaciones (el AVE la última de ellas), pero no renuncia a su
capitalidad histórica, que le hizo, por ejemplo, aparecer en El Quijote
como una de las dos únicas referencias que Cervantes da del viaje de su
protagonista hacia Sierra Morena (la otra es El Viso, cerca de
Despeñaperros): “Se entraron por una parte de Sierra Morena (…) llevando
Sancho la intención de ir a salir al Viso o al Valle de Almodóvar del
Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas”.
—Puertollano será lo que sea, pero el pueblo importante es Almodóvar—
me dice sonriendo Margarita, que resulta ser profesora de Geografía e
Historia en un Instituto de Puertollano, aunque vive aquí.
El castillo de Caracuel permanece incólume a los vientos, como sus vecinos
Margarita, a la que he preguntado por casualidad (siempre el azar
guiando mi suerte), lo sabe todo de su pueblo y, aunque tiene algo de
prisa, pues va a ver a sus padres, “que ya están mayores”, me enseña los
edificios más importantes de él, desde la monumental iglesia, propia de
un pueblo rico, con la techumbre mudéjar hecha en una sola pieza mayor
de España, parece, al Teatro Principal, de 1845 (“una auténtica joya”,
según Margarita), pasando por los palacios de familias nobles que
jalonan el entramado urbano del pueblo. Que tiene mucho sabor también,
pues recuerda su época de esplendor, ligado a la trashumancia y a la
carretería.
Margarita se va y me deja en un parque, una cesión a su pueblo de un
tal Francisco Laso, diputado en las Cortes de Madrid y miembro de una de
las familias pudientes de Almodóvar cuya decimonónica estatua preside
el jardín en el que un grupo de jubilados se ha refugiado del calor,
como todas las tardes. Cerca de ellos, en un pequeño estanque, la
escultura de una serpiente negra saliendo del agua y ahogando a un cisne
blanco me hace recordar a Puertollano y Almodóvar, aunque en seguida lo
olvido porque tendré que ir a dormir al primero. En Almodóvar ya no hay
hotel.
Los encierros de Almodóvar
A la salida de Almodóvar (o a la entrada, viniendo de Puertollano),
un monumento en una rotonda homenajea a una tradición del pueblo que los
almodovareños pretenden sea la más antigua en su género de España, por
delante de la de Cuéllar, en Segovia, que es la que detenta el título:
los encierros de toros que se celebran en sus fiestas de setiembre,
dedicadas nada más y nada menos que a tres patrones distintos: la Virgen
del Carmen, San Juan Bautista de la Concepción y San Juan de Ávila,
estos dos últimos hijos del pueblo.
Aunque la que atropelló a don Quijote y a Sancho lo hizo cerca de
Zaragoza, ¿no sería una de esas manadas de toros cuyo encuentro era
habitual por estas sendas ganaderas hasta la llegada del ferrocarril la
que inspiró a Cervantes la famosa escena?
16/31 Los pastores de Alcudia
Las carreteras que cruzan el valle son en su mayoría antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como el de la Plata
La noche de Puertollano, con trago en la Fuente Agria del doctor
Limón incluido, me dejó dispuesto para la travesía que esta mañana
comienzo y que me llevará a cruzar, en viaje de ida y vuelta, “las
asperezas” de Sierra Morena. Para llegar a ésta, no obstante, tengo
antes que cruzar el valle que atravesé una vez hace muchos años y cuya
espectacular belleza nunca olvidé desde entonces: el valle de Alcudia.
El valle de Alcudia surge cruzada la sierra de la Solana de Alcudia,
una cadena de montes que anteceden a Sierra Morena, con la que forma la
depresión intermedia que es conocida en todo el país por su abundancia
de pastos y su riqueza ganadera. Se trata de una planicie que se
extiende de este a oeste durante más de 60 kilómetros y que tiene en La
Bienvenida y en Alamillo sus dos pueblos principales; aunque sus puertas
de entrada y salida son Brazatortas, por el este, y Almadén, por el
oeste. En medio de estos dos pueblos, kilómetros y kilómetros de
pastizales, verdes en el invierno y en primavera y amarillos cuando se
acerca el verano. Que era cuando se ponían en marcha (y aún se ponen
algunos, pocos) los millares de cabezas de ganado que hacían la
trashumancia hacia el centro y el norte de la península en una estampa
que recordaba a las del lejano Oeste.
Y que lo recuerda aún. Porque las carreteras que cruzan el valle, la
mayoría de ellas antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como
el de la Plata, que es el que yo llevo, van dejando a un lado y a otro
rebaños y hatos de vacas que pastan tranquilamente en la soledad de este
fin del mundo en el que apenas hay algunas casas de labor y cobertizos
para la estabulación de aquellos; una de ellas, en la finca llamada la
Pastora (en realidad la Divina Pastora), una extensión de dos mil
hectáreas en la que pastan 500 vacas y 1.500 ovejas, la que fuera famosa
venta del Molinillo, citada por Cervantes en su novela ejemplar Rinconete y Cortadillo.
“En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos
campos de Alcudia, como vamos de Castilla a Andalucía” sitúa el
encuentro de los dos pícaros que se dirigen hacia Sevilla en busca de
mejor fortuna y que a partir de aquí viajarán ya juntos en el comienzo
de una novela que aparece citada a su vez, en un juego literario típico
de su autor, tan innovador en muchos aspectos, en El Quijote,
concretamente en la escena de la primera parte del libro en la que el
dueño de la venta de la que sale enjaulado don Quijote camino de su
aldea nuevamente le da al cura una maleta que un huésped dejó olvidada y
en la que, aparte de unos papeles, hay dos novelas: El curioso impertinente y Rinconete y Cortadillo, lo que ha hecho pensar a algún cervantista que el viajero olvidadizo era Cervantes y la venta ésta del Molinillo de Alcudia.
Cuando yo llego a ella, lo hago a la vez que un todoterreno en el que
vienen su dueño y el capataz de la finca, que me reciben con
desconfianza. No les debe de gustar que los curiosos merodeen por la
propiedad. Pero en seguida se tranquilizan cuando les cuento el
verdadero motivo de mi presencia en ella ¡Don Quijote! ¡Otro chiflado
más de los que de cuando en cuando aparecen! parecen pensar para sus
adentros, aunque no me lo digan, lógicamente.
La encina de las mil ovejas
Cerca de la Pastora, en la finca Morillo, junto a la carretera de
Fuencaliente, que es la que une Ciudad Real con Andalucía por esta parte
de Sierra Morena, hay una encina que es conocida popularmente como la
de las mil ovejas porque dicen que bajo ella cabe ese número de
animales. Otros la llaman la encina milenaria, atribuyéndole una edad
que seguramente no tenga.
Verdad o no (lo de las mil ovejas, no lo de la edad), lo cierto es
que la encina tiene tal envergadura que se ha convertido en un emblema
del valle de Alcudia, al que representa incluso en algunos folletos de
propaganda turística.
—¡Ángel, enséñales a estos señores (hoy me acompaña Navia, el
fotógrafo) el corral!— grita el capataz a un chico que está arreglando
un tractor mientras el dueño observa la escena, sin decir nada, en
segundo plano. Es un hombre de mediana edad, con cierto aire de
señorito, que acaba de llegar de Málaga, donde vive, para ver cómo va el
ganado, según me contará Ángel, el hijo del capataz, que es al que éste
encargó que nos enseñe el corral de la antigua venta, que está igual
que Cervantes lo describe.
—Eso dicen— se encoge Ángel de hombros mostrando una indiferencia
total hacia lo que yo le cuento. El chico está curtido por el sol y
tiene brazos y cuerpo de trabajar mucho físicamente —¡Yo de libros!…
Millares de cabezas de ganado marchaban hacia el centro y norte
Isabel, la madre, que sale a tender la ropa en este momento, sabe
algo más “de libros”, pero tampoco mucho. “Viene gente”, dice, “a ver la
casa de cuando en cuando, pero nada más”. La mujer, que es de
Brazatortas (el que es nacido aquí es su marido, hijo y nieto de
encargados de la finca), confiesa vivir feliz en este lugar, pero por la
tranquilidad del campo, no porque su casa aparezca en el Quijote.
Entre tanto, su marido y el dueño de la finca contemplan a lo lejos
el paso por el camino de las 500 vacas limusinas que son el orgullo de
la Pastora.
Kilómetros y kilómetros de pastizales, verdes en invierno y primavera
17/31 La venta de la Inés
Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina desde que aquí cambiaban los tiros las diligencias
Vías del ferrocarril del AVE Madrid-Sevilla por el medio (¡qué
inteligencia la de los ingenieros de Caminos, que las trazaron, después
de muchos estudios, por donde siempre fue el camino real sin necesidad
de hacerlos), las ventas del Molinillo y del Alcalde, hoy de la Inés,
eran las dos últimas que los viajeros hallaban antes de adentrarse en
Sierra Morena de lleno, que son palabras mayores y más en tiempos de don
Quijote, en los que estaba llena de bandoleros. Impone incluso hoy,
cuando nadie asalta ya a los viajeros porque no hay, salvo algún curioso
como yo o senderistas con ganas de andar caminos perdidos.
La venta de la Inés tiene, además, otro aliciente añadido. Es la
familia que la habita (hoy ya el padre y la hija solamente) y que es
conocida por todos los cervantistas porque a todos ha acogido alguna vez
en su cocina; una cocina a la antigua usanza, con el fuego en el suelo y
sobre él la gran chimenea por la que se escapa el humo. Nada ha
cambiado sustancialmente en esta cocina (ni en la casa, a lo que veo: el
zaguán de entrada empedrado, el portalón trasero y la huerta, hasta el
propio mobiliario, que es muy antiguo) desde que aquí cambiaban los
tiros las diligencias y los correos cuando Cervantes andaba por estos
caminos.
La familia Ferreiro, padre e hija, me recibe como a un cervantista
más. Él, a fuerza de repetir sus historias, tiene ya un deje
característico (como de personaje antiguo y algo anacrónico), mientras
que la hija, que está impedida a causa de una enfermedad de nacimiento y
de un accidente sufrido con sólo dos años (se cayó al fuego de la
cocina, no en ésta, sino en la de la vecina venta del Molinillo, que yo
acabo de dejar atrás), asiente a todo lo que dice, que se sabe ya de
memoria, pero que escucha con veneración filial. La madre, enferma de
Parkinson, vive desde hace dos años en Brazatortas con uno de sus dos
hijos varones, que es el que está más cerca.
Casas de postas y diligencias
El tráfico de personas y mercancías se hizo durante siglos en
diligencias y en caballerías, las cuales tenían que ser atendidas en las
distintas casas de postas que había en los caminos a tal fin. Herederas
de las antiguas ventas, las casas de postas subsistieron hasta la
llegada del ferrocarril, que terminó con las diligencias y con el
transporte a lomo de caballerías. Como la venta de la Inés, muchos de
esos lugares subsisten aún y en ellas el recuerdo de unos tiempos de los
que las fotografías y otros objetos dan fe, así como de una actividad,
la arriería, que hoy nos parece romántica, pero que fue muy dura y
sacrificada para quienes la ejercieron.
—¡Cuánto navegó la pobre —la compadece Felipe, su marido— con esta hija todo el día a cuestas!
El parlamento de Felipe va de un lugar a otro mientras Navia, al que
ya conoce, le hace fotos, y la hija y yo lo escuchamos, ella sentada en
su sillita de mimbre al lado del fuego y yo a la mesa, tomando notas.
Desde que entré en la casa estoy impactado, no sólo por la antigüedad de
ésta, sino por la dura imagen que padre e hija componen. Una imagen que
recuerda, actualizada a día de hoy, la novela Los santos inocentes, de Delibes.
—Alcudia tiene 365 valles, tantos como días del año— dice Felipe en
este momento, para saltar a continuación a otro tema, y luego a otro,
hasta llegar al que más le preocupa desde hace tiempo: el pleito que
mantiene con los que él llama los poderosos, esto es, los dueños de la
finca en cuyo territorio está enclavada la casa, por culpa del agua.
Pero tampoco se fía de la justicia. “Los jueces son como las tormentas:
donde caen arrasan con todo”, asegura.
Con los médicos le sucede igual (“¡Como te toque un matasanos, ya
puedes coger la manta y salir corriendo!”, exclama), aunque de su médica
de cabecera en Almodóvar, que es el Ayuntamiento al que pertenecen a
pesar de la lejanía, dice que “vale un cortijo”. Y lo mismo le pasa con
la compañía eléctrica: “Nos echaron la luz el 28 de diciembre de 2007,
día de los Inocentes, y fue una auténtica inocentada, pienso yo: la
última factura que nos llegó es de 140 euros. Creo que voy a llamar y
decir que nos la quiten otra vez”, afirma mientras su hija Carmen
asiente con la cabeza; se ve que su padre es Dios para ella.
Pero la verdadera pena que a Felipe le carcome el corazón, la
preocupación que le llena de pesadumbre y con la que se irá a la tumba
según asegura él mismo sin preocuparse de que su hija le esté escuchando
(lo habrá oído ya mil veces), es ésta precisamente. “Hombre muerto no
sufre”, dice por él, “pero ¿qué será de Carmen cuando yo no pueda
cuidarla?”. Se arrepiente de no haber aceptado el ofrecimiento de un
gobernador civil de Ciudad Real de ingresar a su hija en un centro
especial cuando era pequeña, ofrecimiento que su mujer y él rechazaron
por no separarse de ella, viéndola tan desvalida. Nos los dice a Navia y
a mí al tiempo que nos enseña algunas fotos familiares e insiste en que
comamos el guiso que ha preparado en el fuego, como cada día desde que
su mujer se fue, para él y para su hija, que acababa de comer cuando
llegamos.
—Gracias, pero aún es pronto para nosotros— me excuso, lleno de agradecimiento.
—¿Nos volveremos a ver?
—Espero.
18/31 Bandidos, mineros y cazadores
Cervantes anduvo más de un año por el Camino real de la Plata en Sierra Morena
Entre las historias que nos contó Felipe Ferreiro hubo una que
recuerdo ahora, mientras asciendo a Sierra Morena por el camino, de un
hombre apodado El Barbas que, por un desengaño amoroso, se emboscó en
estos andurriales y vivió varios años convertido en un bandido
inofensivo cuyo nombre se usaba, sin embargo, para asustar a los niños, a
modo de coco local. La historia, por su parte, me hace recordar otras
de los bandoleros que por estos mismos lugares salían al paso de los
viajeros y los desvalijaban o les daban muerte, según sucedieran los
acontecimientos.
No es de extrañar que así fuera. Desde la venta de la Inés, la última
casa habitada, el camino de la Plata atraviesa hoy como ayer una
sucesión de montes, vallejos y serrijones en los que la maleza crece en
libertad y en los que sólo las aves y algún venado saludan al viajero
que se atreve a atravesarlos caminando o en coche, como nosotros, con
grave riesgo para la integridad de éste. De tarde en tarde, eso sí, un
repentino ruido, como de cohete de artillería, rompe el silencio de las
montañas anunciando el paso de otro tren AVE en dirección a Córdoba o a
Madrid. Y es que pasado y presente conviven en esta sierra famosa por
sus peligros y por la grandiosidad y la soledad de sus caminos y sus
trochas.
Hace tansólo cuarenta años en Horcajo vivieron once mil personas
Tras unos cuantos kilómetros, de repente aparece en mitad de ella un
poblado de mineros, o mejor, lo que queda de él. Desde lejos, parece un
pueblo del Oeste, con la iglesia a medio caer, el castillete de la mina
igual y las casuchas de los mineros (las pocas que quedan ya) agrupadas
como colmenas en la ladera del monte, al borde de un precipicio por cuyo
fondo pasa la vía del AVE sin casi verlo. Cuesta creer que en este
lugar, hace tan sólo cuarenta años, vivieran once mil personas ocupadas
en la explotación del mineral de plomo argentífero que se extraía y cuya
producción fue enorme durante mucho tiempo. Ángel Díaz, uno de aquellos
mineros que hoy ha venido con su hija mayor desde Puertollano, donde
viven, a pasar el día, me cuenta que en Horcajo, que es como se llama el
pueblo, quedan sólo nueve personas viviendo de fijo, las que eran
propietarias de sus casas, como él, al haberlas construido por su
cuenta. Las demás las derribó la empresa minera para que sus ocupantes
no adquirieran derechos “cuando ya se podía hablar”, según dice Ángel.
—¿Cómo que cuándo ya se podía hablar?
—Cuando ya había democracia —precisa el viejo minero, que ha dejado
de lavar el coche, que es lo que hacía cuando llegamos, para
responderme.
Cerca de su casita, otra cuyos propietarios viven también ya fuera de
Horcajo (éstos en Fuencaliente, que no está lejos, según parece,
cruzando la serranía en horizontal) hace de bar cuando ellos están y
allí nos sirven casi por compasión unos huevos fritos y una ensalada de
lechuga que la señora, que es muy amable, trae de la huerta mientras su
hija, que también tiene algún problema de nacimiento como Carmen, la de
la venta Inés, pone platos y cubiertos. Mientras comemos, frente a
nosotros, las ruinas de la iglesia del poblado parecen el decorado de
una película del Far West, recortadas contra la ladera. Sólo faltan unos
cuantos mejicanos apostados contra sus paredes.
En Conquista viven muchos guardas de la finca del duque de Westminster
Y Sierra Morena sigue. Por el camino de la Plata, que continúa cada
vez en peor estado pero perfectamente identificable entre la vegetación,
subiendo y bajando montes, a veces atravesando las trincheras y hasta
alguna estación abandonada de la vía del antiguo tren que transportaba
el mineral de plomo de Horcajo hasta Peñarroya, donde se clasificaba
(según Ángel me contó también, a veces la proporción de plata era tan
alta que la empresa lo mezclaba con tierra para que el Gobierno no se lo
requisase) y las casas de los guardas que vigilan la inmensa finca por
la que pasa, diecisiete mil hectáreas de monte llenas de caza que
pertenecen a un solo dueño (según Ángel y Felipe, el de la Inés, el
duque de Westminster, nada menos), llegamos hasta el río Guadalmez, que
es la frontera con Andalucía. De allí hacia abajo, el terreno se suaviza
ya, incluso se convierte en una llanura al fondo de la cual está
Conquista, el primer pueblo de Córdoba, con aire de ser de colonización y
en el que viven muchos de los guardas que vigilan la finca del duque de
Westminster, varios de los cuales están en el bar cuando llegamos.
Ninguno es muy hablador (entra en su sueldo, supongo), pero todos
coinciden en que aquél viene muy poco —“tres cuatro veces al año”— y que
lo hace en helicóptero o en coche desde Sevilla, a donde viaja en avión
desde Londres.
—¿Y a ustedes cómo les trata? — les pregunto, por curiosidad.
—Bien. No tenemos queja.
Monterías
Tanto en La Mancha como en Andalucía, los territorios que más
recorrió Cervantes aparte de Madrid y de Toledo y en los que situó
varias de sus obras, los latifundios ocupan gran parte de ellos,
consecuencia del reparto de la tierra que los reyes hicieron entre las
órdenes militares y otras personas influyentes, aristócratas y nobles
principalmente, a medida que los iban reconquistando a los árabes, para
que los repoblaran y defendieran. Muchos de ellos son cotos de caza
exclusivos para el disfrute de cazadores que pagan fortunas por
participar en las monterías que sus dueños organizan, salvo que sean sus
invitados, que suelen ser gente ‘vip’ o de la realeza europea.
En los pueblos de Sierra Morena, donde muchos trabajan para esas
personas, se cuentan cientos de historias (siempre en privado,
naturalmente) sobre lo que sucede en esas jornadas y sobre sus
participantes.
19/31 Peña Escrita, el corazón de Sierra Morena
El camino sigue para encontrar el lugar al que se retiró el hidalgo para cumplir penitencia
Por Azuel, dando la vuelta hacia Fuencaliente, nos internamos de
nuevo en Sierra Morena después de dejar Conquista y a sus guardabosques
(uno de los cuales se animó a hablar al final y me contó, entre otras
cosas, que muchos de los que vienen a las monterías de La Garganta, como
se llama la finca del Duque de Westminster, lo hacen más “a la caza del
conejo que a la del ciervo”) con intención de encontrar el lugar exacto
al que, en opinión de Astrana Marín y Agostini, se habría retirado don
Quijote para cumplir penitencia al modo en que lo hizo su admirado
maestro Amadís de Gaula; es decir, el sitio en el que, huyendo de la
Santa Hermandad, que lo perseguía, el hidalgo manchego acabó de
enloquecer del todo. Hay teorías que lo sitúan aquí y allá a lo largo de
Sierra Morena, pero Astrana lo identifica con Peña Escrita, un peñón
con inscripciones rupestres en sus cortados y que coincide con la
descripción que del lugar de retiro de don Quijote hace Cervantes:
“Llegaron en estas pláticas al pie de una montaña que, así como peñón
tajado, estaba sola entre muchas que la rodeaban. Corría por su falda un
manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y
vicioso que daba contento a los ojos que le miraban…”. Fuera o no éste
de Peña Escrita, el escenario coincide con la descripción y, por si le
faltara algo, dista ocho leguas de Almodóvar, que son las que para
Cervantes también había, según escribe.
Llegar a Peña Escrita, empero, no es fácil. Desde Fuencaliente, el
último pueblo de Ciudad Real (el primero para nosotros, que volvemos
ahora de Andalucía) pero que está ya en la vertiente sur de Sierra
Morena —lo cual coincide con la afirmación del cabrero que le cuenta a
don Quijote la desdichada historia de amor de Cardenio, que está
escondido por estos montes, y que dice de sí mismo que es de una ciudad
“de las mejores de esta Andalucía”—, un lugar enriscado en la montaña y
asentado sobre un manantial termal que le ha dado nombre al pueblo y a
su Virgen, la de los Baños, cuya iglesia está justo sobre aquél, y su
principal atractivo turístico, hasta el sitio al que se retiró don
Quijote hay sólo cuatro kilómetros, pero, a partir del desvío de la
carretera, las sendas se ramifican, con lo que el riesgo de perderse es
grande. Menos mal que el peñón lo domina todo, no sólo el sendero de
acceso, sino los olivares y bosques que rodean éste y el caserío de
Fuencaliente, que queda al fondo, en una montaña, más andaluz que
manchego tanto por situación geográfica como por el encalado de sus
edificaciones.
De Peña Escrita se ha escrito mucho y no sólo por don Quijote. Según
las guías, se trata del primer yacimiento rupestre que se investigó en
España, algo que hizo en 1783 un clérigo cordobés, José López de
Cárdenas, que fue su descubridor; al parecer, realizaba una recogida de
minerales por la zona para el conde de Floridablanca. Si se conocía o no
en tiempo de don Quijote y si Cervantes había oído hablar de él es otro
misterio, aunque cabe la posibilidad, puesto que están a la vista de
todos, que éstas y otras pinturas, pues hay más repartidas por la zona,
las conocieran ya los pastores de Fuencaliente, aunque no le dieran
mayor valor, por desconocerlo. Las pinturas, sin embargo, son tan
hermosas que emocionan, sobre todo a la hora a la que Navia y yo
llegamos delante de ellas, que es la del atardecer, cuando el sol baña
la peña realzando todavía más el ocre de su color y el rojo sangre de
las pinturas, cuyos trazos esquemáticos representan figuras
antropomórficas y zoomórficas y motivos geométricos. ¡Cómo no imaginar
aquí a don Quijote, como nos lo muestra Cervantes, hablando solo y
comiendo yerbas, escribiendo versos a Dulcinea en las cortezas de los
árboles o dando volteretas en camisa si el escenario se presta a ello y
no hay nadie en kilómetros a la redonda! Al menos, eso parece mientras
la tarde cae sobre Peña Escrita y sobre los desfiladeros y montes que en
torno a ella se van oscureciendo poco a poco, como sus pinturas
neolíticas, un día más desde hace miles de años. Casi tantos como lleva
corriendo abajo, al pie de la peña, el arroyo llamado de la Batanera, un
riachuelo montaraz que va formando cascadas en su caída y que incluso
alimenta una laguna en la que Astrana Marín quiso ver también el
escenario de la aventura de los batanes y no en la laguna Batana de
Ruidera, en la que la localizaron Azorín y otros. Fuera en el lugar que
fuera, lo cierto es que cualquiera de ellos valdría para enmarcar el
miedo de don Quijote y la belleza de una novela que por imaginaria
ocurren todos los lugares y en ninguno.
Del Beltenebrós a Orlando furioso
Según Martín de Riquer, el medievalista que posiblemente más ha estudiado el Quijote,el
retiro penitencial es un tópico de la novela caballeresca que aparece
ya en Chrétien de Troyes y en los relatos de Lancelot du Lac. Según
Riquer, sin embargo, los modelos que don Quijote tiene más presentes son
Amadís de Gaula y Orlando furioso. Ambos, desesperados por una traición
de amor, se retiran del mundo y se esconden en bosques donde se
entregan a la melancolía, el primero, que incluso cambia de nombre y
toma el de Beltenebrós (del provenzal Bel Tenebrós), o a la furia
demencial e incontrolable, el segundo, que incluso llega a matar
pastores y a arrancar árboles.
La peculiaridad de don Quijote es que Dulcinea, su inalcanzable y
adorada amada, ni siquiera le ha traicionado, pues sólo existe en su
imaginación.
20/31 La comedia del mundo
Iglesias, calles, conventos, la Plaza Mayor... Todo recuerda en Almagro tiempos pasados y tiene algo de coreografía
Aunque Cervantes no hace mención de ella, cuando don Quijote volvió
de Sierra Morena después de hacer penitencia y de esperar el regreso de
Sancho Panza de El Toboso, a donde le envió con una carta para Dulcinea,
dando por terminada su segunda salida de su aldea, por fuerza hubo de
pasar por Almagro, ciudad que entonces era la capital del Campo de
Calatrava y en la que tenía su residencia el gobernador. En ella
confluían los principales caminos que había en la época, entre ellos el
que llevaba hacia Argamasilla, que ya hemos dado por hecho era la patria
chica de don Quijote.
Si pasó por aquí, no obstante, no vio la que hoy es su principal
atracción turística, pues aún faltaban algunos años, pocos, para que se
construyera. Hablo del popular Corral de Comedias, el más antiguo de
España y que todavía está en funcionamiento, con ciclos teatrales todo
el año, pero principalmente en el verano, ni el museo del teatro que a
su sombra se creó y en el que se encuentran algunas caricaturas de don
Quijote. Tras recorrer en la noche como él el camino desde Sierra Morena
y dormir a pierna suelta hasta bien avanzado el día (el viaje de ayer
fue largo), Almagro se me antoja un decorado todo él y no sólo su Plaza
Mayor, que lo es. Iglesias, calles, conventos, todo recuerda en Almagro
tiempos pasados y tiene algo de coreografía. La comedia del mundo se
representa aquí cada día sin necesidad de acudir al Corral de Comedias
ni al Teatro Principal, que también es muy antiguo (de mediados del
siglo XIX, aunque fue remodelado hace muy poco).
El convento de la Asunción, por ejemplo, desamortizado por Mendizábal
como tantos otros, pero que, tras diversos usos, recuperó el primitivo,
es ya un inmenso decorado en el que viven sólo dos frailes (“y uno ya
viejo”, me dice la mujer que lo vigila) e igual sucede con el de San
Agustín, del que ya sólo queda en pie la iglesia (monumental, eso sí, y
pintada al fresco toda ella, lo que la convierte en un auténtico museo
de pintura), que, desacralizada ya, se usa para conciertos. Otras,
aunque todavía en activo, están cerradas habitualmente, pues en total
hay media docena y los curas al frente de ellas son sólo dos. ¿Qué
representación mayor que todas estas iglesias abandonadas o que se abren
sólo para la misa, a la que seguramente acuden pocas personas?
Cervantes y el teatro
Mientras que con las novelas Cervantes alcanzó un lugar de máximo
privilegio en la literatura universal, en el teatro no tuvo la misma
suerte, pese a que persiguió ser reconocido también como dramaturgo.
Coetáneo de Lope de Vega, con el que compartió incluso calle en el
Barrio de las Letras madrileño, compitió en desventaja siempre con él,
que supo modernizar el viejo arte de la comedia y hacerlo más
entretenido, mientras que Cervantes tenía una visión más tradicional y
menos aceptada por el público al que dirigía sus obras.
Aparte de ello, Lope de Vega era también un triunfador social —con
las mujeres tenía gran éxito, pese a ser clérigo—, lo que contribuyó a
que el pobre Cervantes desarrollara hacia él una gran inquina. No todo
iban a ser virtudes en el autor de la obra más importante de la
literatura española.
A los palacios les pasa lo mismo. El de los Függer, por ejemplo, que
era el principal de todos, ha pasado de ser la residencia de los
banqueros de Carlos V, con el que vinieron desde Alemania cuando éste
tomó posesión de la Corona española y que, como pago a sus continuos
préstamos, les cedió en exclusiva los beneficios de las minas de
mercurio de Almadén, a acoger diversas actividades, algunas tan
pintorescas como las clases de baile moderno. Menos mal que en la planta
baja del palacio, en lo que fuera una de sus habitaciones, se enseña a
los turistas una recreación del despacho de sus antiguos dueños,
aquellos Függer o Fúcar —en la versión españolizada de su apellido— que
llegaron a atesorar tanto dinero que don Quijote los cita como
paradigmas de la riqueza en la respuesta que da a una amiga de Dulcinea
que, en su ensoñación onírica en la cueva de Montesinos, le pide seis
reales para una necesidad de ésta. “Decid, amiga mía, a vuesa señora que
a mí me pesa en el alma sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para
remediarlos”, le dice don Quijote, atribulado, dándole los cuatro reales
que lleva encima y que le había entregado Sancho Panza para “dar
limosna a los pobres que topase por los caminos”. También en el jardín,
que está prácticamente abandonado, se pueden ver dos tinajas en las que
se guardaba el mercurio, metido en bolsas de cuero.
Pero donde la representación de Almagro alcanza sus máximas cotas de
expresión, incluso por encima del Teatro Principal y del Museo del
Teatro, es en la Plaza Mayor, que es un auténtico proscenio teatral, con
sus edificaciones llenas de miradores y su disposición en forma de
galería. Ni siquiera el Corral de Comedias, cuyo escenario y patio se
esconden en un lateral de ella y que es en sí mismo otra representación
del mundo (a un lado los actores y al otro los espectadores, de una
banda los ricos y de otra las clases bajas, en primera fila las
autoridades y atrás los desheredados de la fortuna), muestra con tanta
fidelidad la comedia humana, ésa que se pone en marcha en la Plaza Mayor
de Almagro cada mañana, cuando sus habitantes y los turistas se mezclan
entre ellos representando cada uno su papel.
No es de extrañar que don Quijote y Sancho prefirieran los despoblados que las ciudades en sus deambular errante.
21/31 Borondo, la venta que desaparece
El lugar, ya abandonado, puede pasar por castillo, sus paredes por
murallas... Se comprende bien que si no esta otra parecida inspiró a
Cervantes para crear sus posadas
De Borondo tampoco habla El Quijote, sí de otras ventas, de
otras posadas (las de Puerto Lápice, la del retablo de Maese Pedro,
cerca de Ossa de Montiel, la de Palomeque el Zurdo…), pero a poco que
uno la mire comprenderá en seguida que si no fue ésta fue otra parecida a
ella la venta en la que Cervantes se inspiró para convertirla en modelo
de todas las ventas en su novela más universal. Viendo la antigua casa
de Borondo, entre Bolaños de Calatrava y Manzanares, en la confluencia
de varios caminos, entre ellos el conocido como de las Carretas, que
lleva directamente a Argamansilla de Alba y al Campo de Montiel, uno
entiende que don Quijote confundiera las que encontraba en sus correrías
con castillos, con sus torres y sus castellanos, es decir, sus
gobernadores, por más que éstos fueran zafios y de rudimentario aspecto.
De la venta de Borondo, que dejó de serlo efectivamente por los años
sesenta del pasado siglo y que se mantiene en pie a duras penas después
de que sus propietarios la abandonaran también como residencia, se
podría afirmar aquello que Cervantes dice en el capítulo II de su
novela, que es en el que se cuenta la primera salida de don Quijote de
su lugar: “Y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o
imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído,
luego que vio la venta (habla Cervantes de aquella en la que su
personaje velaría las armas antes de ser armado caballero) se le
representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos
aquellos adherentes que en semejantes castillos se pintan”. También en
otro capítulo, el XVII, al referirse a una nueva venta a la que don
Quijote y Sancho Panza llegaron —en la segunda salida del hidalgo en
busca de aventuras— después de la paliza que les dieron unos arrieros
yangüeses por haberse entrometido Rocinante, y don Quijote y Sancho
detrás de él, en el tranquilo pastar de sus caballerías, Cervantes
vuelve a escribir: “Esta maravillosa quietud (habla de la de la noche) y
los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que
a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a
la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse
pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que,
como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se
alojaba) y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la
cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él…”.
De caminos y ventas
Junto con los molinos de viento, las ventas y los caminos son los tres símbolos principales del Quijote,
una novela cuyos paisajes están sembrados de ellos como corresponde a
la época en la que su acción sucede. En los siglos XVI y XVII, España
era una red de caminos, unos más importantes y otros secundarios, por
los que continuamente viajaban personas a pie o a caballo que
necesitaban alojamiento para descansar o pasar la noche. Las ventas
florecieron, de ese modo, al lado de todos los caminos importantes, a
una distancia unas de otras ajustada al caminar de los viajeros (solía
ser de dos leguas) y se convirtieron en escenarios de múltiples
anécdotas, algunas de las cuales le sirvieron seguramente a Cervantes
para alimentar su ya de por sí fecunda imaginación.
Sin necesidad de tanta imaginación ni de soñar despiertos como don
Quijote, la venta de Borondo, en mitad de la llanura y sin nada a su
alrededor que haga distraer la vista, puede pasar por castillo con su
torre y sus altísimas paredes, que más parecen murallas que bardas de
corral, que es lo que son en verdad. O que eran, pues la edificación
está abandonada desde hace tiempo, desde que el último ventero se murió
(ya había dejado de ser ventero hacía mucho) y la propiedad se partió
entre sus herederos. Me lo cuenta un primo de éstos, también llamado
Felipe como el ventero y como varias generaciones de antepasados suyos,
que aparece cuando ya me iba y que viene a podar “unas olivas” que tiene
por esta zona. Vuelvo con él y me enseña la venta (por fuera, que la
casa principal está cerrada) mientras ilustra nuestro recorrido con
comentarios sobre la venta, sobre su familia y sobre Bolaños, que es
donde vive. De la venta dice que se va a caer (me muestra una gran
piedra que se ha desprendido del alero directamente sobre un balcón, que
a duras penas puede sujetarla ya); de su familia que les apodan
Ladillas, pero que no lo llevan a mal porque en Bolaños todos tienen
apodo (“Los hay peores”, se vanagloria); y de su pueblo que ya es mayor
que Almagro, la capital histórica de la zona, y que en su término es
donde se cultivan realmente las berenjenas de las que presume aquélla
junto con su Corral de Comedias.
—Unos cardan la lana y otros llevan la fama, ya sabe— se lamenta.
Por el hombre, seguiría allí todavía, pero el camino me espera, como a
don Quijote. Quizá fue de aquí de donde partió en dirección a su aldea
enjaulado como una fiera en una carreta de bueyes. Si fue así, cuando,
al cabo de algunos kilómetros, se volviera a mirar la venta como yo hago
por el retrovisor del coche quizá la viera flotando en el polvo de la
llanura como aquella famosa isla de San Borondón que los navegantes
veían aparecer y desaparecer en el mar como yo ahora esta venta de
Borondo, principio y fin de todos los caminos de La Mancha, mientras me
alejo de ella hacia Manzanares.
22/31 Por el ebro y hasta el mar de barcelona
La aventura del barco encantado
Tras cruzar La Mancha, a 40 grados, y llegar a Aragón, está el lugar
donde el Caballero de la Triste Figura afrontó uno de sus episodios más
peligrosos
“Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro”…
Así, de esta sucinta manera, resuelve Cervantes —en el capítulo XXIX
de la segunda parte del Quijote— el viaje de sus personajes desde La
Mancha, por donde andaban, hasta el gran río español, que discurre a
trescientos kilómetros en línea recta de allí; una licencia literaria,
pues, que hace pensar en una nueva broma del escritor hacia sus lectores
y hacia quienes, tomándose en serio sus descripciones geográficas,
intentan ajustarlas a la realidad incluso cuando, como ésta, se ve
claramente que es imposible. Pues, ¿cómo hacer trescientos kilómetros en
dos días a caballo y en burro como don Quijote y Sancho se dice que
hicieron si no fue por arte de magia o subidos, en vez de en sus
humildes monturas, en aquel caballo Clavileño con el que les tomaron el
pelo al poco de llegar a Aragón, en el castillo o palacio de los Duques
de Pedrola, al convencerlos de que tenía la propiedad de volar por los
aires “rompiéndolos con más velocidad que una saeta”?
Las barcas de Ebro
En la Ribera Alta del Ebro, como a lo largo de todo el curso del río
más caudaloso de los peninsulares, durante siglos el transporte de
mercancías y el paso de una orilla a otra se hizo en barcazas, a falta
de tantos puentes como existen hoy. En época de don Quijote —y de
Cervantes, que es su alter ego— cabe pensar que no hubiera más de docena
o docena y media para un recorrido de casi mil kilómetros, dada la gran
anchura del río. Así que el tránsito de una ribera a otra se hacía en
su mayor parte en barcazas, mientras que para el transporte de
mercancías se utilizaban barcas de sirga tiradas por mulos desde las
orillas.
<TB>Jesús Moncada, escritor aragonés en catalán, cuenta ese
mundo en una novela, Camí de sirga, situada en la zona de Mequinenza, en
la frontera de Zaragoza con Cataluña, que todavía en el siglo XX se
mantenía prácticamente igual que en tiempos de don Quijote.
Pese a ello, muchas han sido las discusiones que entre los
cervantistas ha habido sobre la ruta que seguirían don Quijote y Sancho
hasta el Ebro desde La Mancha después de deambular varios días por ésta
protagonizando una sucesión de aventuras que Cervantes quiso incluir en
los primeros capítulos de la segunda parte de su novela y que quizá no
tenía pensadas cuando comenzó a escribirla, ya que continuamente se
contradice y se vuelve atrás de su intención de llevarlos a Zaragoza
(como recuerda Terreros, Hegel llegó a sostener que el Quijote no es más
que una trama para engarzar algunas novelas cortas, sospecha que, de
ser cierta, aquí se notaría mucho más que en ninguna otra parte del
libro). Sin entrar ni salir en la discusión —¿quién soy yo, un humilde
escribidor, para mediar entre tan sabios filósofos?—, yo hago el
recorrido por donde hoy lo haría Cervantes si volviera al mundo, esto
es, por la autovía que une Madrid con Zaragoza siguiendo más o menos el
trazado que haría por los aires el caballo Clavileño. Eso sí, parándome
en Medinaceli, a mitad del camino, a comer (aquél, al hacerlo de un solo
salto, no podría) y desviándome al llegar a la Almunia de doña Godina,
ya en la provincia de Zaragoza, por el río Jalón hasta su desembocadura,
que en tiempos de Cervantes era el camino de entrada al Ebro y el que
seguirían, por tanto, don Quijote y Sancho Panza, vinieran desde donde
vinieran. Y, como ellos también, al llegar a su orilla, pasado Alagón
(donde dos mujeres a las que pregunté por ésta se sorprendieron, una, de
saber que el río Ebro pasaba al lado de su pueblo, o me aconsejaron que
fuera hasta Zaragoza, a treinta kilómetros, para verlo, la otra; menos
mal que un policía municipal acudió en mi ayuda), contemplo con gran
placer “la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego
de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales” quizá en el
mismo lugar en el que don Quijote y Sancho lo hicieron también cuando
por fin llegaron a él. Aunque, bajo el puente que salva la carretera de
Remolinos, que es ese lugar concreto, a pesar de que quedan señales de
la existencia de un embarcadero antiguo, no se ve ninguna barca como la
que don Quijote halló y a la que en ningún momento dudó en subirse pese a
las advertencias de su escudero, que tuvo que imitarlo finalmente, qué
remedio, iniciando una de sus aventuras más peligrosas y conocidas de su
estancia en tierras de Aragón: la que Cervantes llamó aventura del
barco encantado.
Ni encantado ni sin encantar. Río abajo y río arriba, aunque se ven
más restos de embarcaderos y aunque un pescador me habla de una barca de
madera en Boquiñeni, aguas arriba de donde estoy, reproducción de las
antiguas barcas de transporte fluvial, y de dos barcazas en activo, pero
para uso privado, en Torres de Berrellén y Sobradiel, al sur de Alagón,
lo único que encuentro es la vegetación del río, que no es poco y más
después de haber cruzado la meseta a casi cuarenta grados desde Madrid, y
en el embarcadero del puente de Remolinos, junto al que regreso, a dos
parejas de gitanos (“De Casetas”, me dicen, “ya cerca de Zaragoza”), que
se están bañando en el río, ellos en bañador y ellas vestidas
completamente, como es costumbre gitana, sin imaginar que donde ellos
están don Quijote y Sancho Panza estuvieron a punto de morir al zozobrar
la barca que el primero creyó encantado y que resultó ser de madera
como Clavileño, propiedad de unos molineros que, por suerte para ellos,
les rescataron del agua impidiendo que se los tragaran las ruedas del
molino en el que molían.
23/31 El castillo de Pedrola
En el palacio ducal de la ciudad zaragozana transcurren algunos de
los episodios más divertidos de la novela. Los dueños se dedican a
gastarle bromas a los protagonistas
Buscando un sitio para dormir y tras descartar el barullo y ajetreo
de Alagón, pueblo ya grande y muy agitado, acabo en un motel de la
autovía, recreación de un castillo medieval (se llama incluso así:
Castillo de Bonavía) que resulta ser el lugar exacto en el que, tras
descansar todo el día después de su accidentada aventura del barco
encantado, don Quijote y Sancho Panza fueron hallados por unos duques
que andaban de cacería por ese lugar. Me lo cuenta por la mañana la
camarera que atiende el bar del hotel, donde desayuno. Incluso insiste
en que el hotel está situado exactamente en el claro del bosque en el
que don Quijote y Sancho Panza descansaban cuando los encontraron
aquéllos.
Verdad o no, yo sigo sus instrucciones y, en lugar de ir a Pedrola,
que es el pueblo de los duques del Quijote ("De eso no hay duda",
asegura la mujer) por la carretera, lo hago por un camino que va directo
hacia el pueblo entre árboles y campos de labor y que se supone es por
el que irían don Quijote y Sancho Panza junto con la comitiva que
acompañaba a los duques en dirección a su castillo o palacio, al que, al
reconocerlos por el aspecto, puesto que habían leído la primera parte
del Quijote, los invitaron muy complacidos.
Pedrola, si es que es el pueblo, no ha cambiado demasiado desde
entonces. Crecido en torno al palacio ducal (de los duques de Luna y de
Villahermosa, dos nobles familias aragonesas emparentadas desde la Edad
Media), cuyo jardín ocupa un tercio del casco urbano, incluso tiene un
arco de acceso como en los tiempos en los que lo conoció Cervantes.
Porque es tradición local que éste visitó Pedrola, incluso se alojó en
el palacio ducal cuando pasó por aquí camino de Roma integrando la
comitiva del cardenal Acquaviva, que era el nuncio del Vaticano en
España en aquel momento, y por eso alojó también en él a sus personajes.
Al parecer, el cardenal Acquaviva estaba emparentado con los duques de
Villahermosa.
Los duques de Villahermosa
Según la historia de España, el ducado de Villahermosa es un título
creado por el rey Juan II de Aragón en 1.476 para su hijo Alonso,
hermanastro del rey Fernando el Católico. Su denominación hace
referencia al pueblo castellonense de Villahermosa del Río y su lema es Sanguine empta, sanguine tuebor(Adquirida por la sangre, protegida por la sangre).
Si es verdad que, como dicen algunos historiadores, Cervantes
acompañó como camarero al cardenal Acqaviva en su viaje a Roma, vía
Barcelona, de 1.569 y se alojó en el palacio de Pedrola, uno de los
varios que los Villahermosa tenían por todo el país (el actual Museo
Thyssen ocupa, por ejemplo, el de Madrid), sus anfitriones (y los
protagonistas de los capítulos de la segunda parte del Quijote que en el
palacio se desarrollan, que son casi la mitad) habrían sido don Carlos
de Borja y doña María Luisa de Aragón, primos carnales entre sí, por
cierto.
Como quiera que yo no lo estoy (los Llamazares apenas tenemos un
escudo en Redilluera, una aldea diminuta de León, y es tan burdo que un
vecino lo usó para hacer pared) pero me gustaría conocer el palacio
ducal por dentro, pues no en vano en él transcurren varios capítulos del
Quijote, y de los más divertidos (durante varios días los duques se
dedicaron a gastarles bromas a don Quijote y Sancho abusando de su
credulidad), me planto en el Ayuntamiento, que está pegado al palacio, y
pido audiencia con el alcalde, una vez que me he enterado ya de que
aquél, que está deshabitado normalmente, se enseña sólo un domingo al
mes previa cita. La suerte me acompaña y el alcalde, que es amable, coge
el teléfono y llama al mismísimo duque, que estos días está en Pedrola
de vacaciones, según me dice.
Y el mismísimo duque en persona, un joven que no llegará a los
cuarenta años, vestido con camiseta, pantalón corto y mocasines sin
calcetines (más informal imposible; eso sí, su rostro delata su rancia
alcurnia, pues se parece a los de los cuadros que cuelgan de las
paredes) me recibe a la puerta de su palacio y me lo enseña junto al
alcalde y a otras dos personas que también han tenido la suerte que yo:
un militar en traje de faena y un hombre que no abre la boca en toda la
visita. El que no calla es el duque, que se esfuerza en demostrar, y lo
consigue, tanta naturalidad como sencillez, pese a que todo a su
alrededor las desmiente: el edificio, que es muy antiguo, de estilo
renacentista, construido en ladrillo aragonés, las pinturas y otros
objetos, a cual más rico y valioso (hay un Ford de 1.905, matrícula de
Zaragoza 2.412, por ejemplo), la biblioteca, que guarda varios
incunables, los muebles y la pasamanería o el pasadizo de más de cien
metros que, por encima de los tejados vecinos, comunica el palacio con
la iglesia de Pedrola y por el que los antiguos duques accedían a ella
sin tener que pisar la calle. "Yo no lo uso", dice el actual,
anticipándose a mi pregunta.
La visita se prolonga sin que el duque muestre ninguna impaciencia;
al contrario, cuando el alcalde y los otros dos se van, me enseña cosas
del palacio que éstos se quedarán sin ver: el jardín, que es infinito y
que se está explotando actualmente para bodas y banquetes, "al estilo
anglosajón", para con los beneficios poder mantener el palacio, y en el
jardín, su secreto más desconocido: el búnker que Franco mandó excavar
para refugiarse en caso de bombardeos cuando desde aquí dirigió la
batalla del Ebro ¿Sabría el dictador que don Quijote estuvo en el
palacio antes que él?
Franco era un ignorante - me dice Javier Azlor, que es como se llama el duque y como me ha pedido que yo le llame, sin más.
24/31 La ínsula Barataria
Alcalá de Ebro es el lugar donde Sancho Panza ejerció de insomne
gobernador. Sus súbditos de hoy son, básicamente, jubilados que no se
toman en serio la fama del pueblo
El ridículo duelo fallido con el falso labrador Tosilos (en realidad
un lacayo del duque) a causa de la honra mancillada de la hija de una
dama de honor de la duquesa, la pretenciosa y boba Doña Rodríguez; la
llegada de un carro con encantadores y magos, entre ellos el propio
Merlín, que apareció una noche anunciando el encantamiento de Dulcinea
en forma de rústica aldeana (encantamiento que solo desaparecería si
Sancho Panza se propinaba a sí mismo tres mil trescientos azotes “en
ambas sus valientes posaderas”); la aparición de la condesa Trifaldi y
su cortejo de damas barbudas solicitando la ayuda de don Quijote
en la lejana isla de Candaya; el vuelo en el caballo de madera
Clavileño… No contentos los duques con todas esas bromas que les
gastaron con la colaboración de sus sirvientes a los pobres don Quijote y
Sancho durante los días que permanecieron invitados en su palacio,
determinaron que ya era hora de darle al escudero la ínsula por cuya
promesa se había embarcado en todas esas aventuras, más las que don
Quijote le había hecho pasar antes de llegar allí, y ordenaron que se le
llevara a un lugar cercano “que era de los mejores que el duque tenía” y
que le hicieran gobernador de él.
¿Que pensará de su territorio, solo y convertido en bronce de un monolito?
El camino es el mismo que yo recorro ahora, una recta casi perfecta
desde Pedrola que cruza la ribera lujuriosa de verdor y de abundancia
vegetal en dirección al pueblo que se divisa al fondo, que, aunque los
letreros digan que se llama Alcalá de Ebro, no es otro que la famosa
ínsula Barataria sanchopancesca. Al menos, eso aseguran la mayor parte
de los cervantistas, que en este extremo no tienen dudas por más que la
ínsula esté a trescientos kilómetros del mar y en medio de una región,
Aragón, en la que el agua no sobra precisamente ¿Qué importa, si el río
Ebro se basta por sí solo para convertir Alcalá en isla cuando su caudal
aumenta, convirtiendo el meandro que rodea el pueblo en un anillo de
agua completo?
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva:
raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la
arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones”, le había dicho el
duque a Sancho Panza al despedirlo y a fe que no le mentía, pues la isla
sigue en el mismo sitio en el que se encontraba entonces y ello a pesar
de la amenaza del río, que cada vez pasa más cerca de sus casas (la
presencia de muros de contención habla, además, de las avenidas que,
como la primavera pasada, de cuando en cuando soportan). Los que no
están en su sitio cuando yo llego son los vecinos, que parecen haber
desaparecido por completo, pues no se ve uno por las calles. “¿Quién va a
haber”, me dice el dueño del bar Las Truchas, el único que hay abierto,
ya fuera del casco urbano, en plena ribera, “con el calor que hace
hoy?” Y no le falta razón. Los termómetros marcan 39 grados. Alcalá, más
que una ínsula, es un desierto.
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva”
Hacia las seis de la tarde empieza a asomar alguno. Uno de ellos, el
gobernador, o sea, el alcalde del pueblo. Pero el hombre, que acaba de
salir del Ayuntamiento, un edificio moderno y bastante feo, por cierto
(nada que ver con el palacio de un gobernador), va con prisa porque
tiene que acudir a un velatorio de una vecina que ha muerto hoy y me
cita para hablar por teléfono después. Catalina, la guardiana de las
llaves de la iglesia, en cambio, tiene toda la tarde para conversar. Y
temas en abundancia. De la juventud opina que no sabe a dónde va (esto a
propósito de que ni siquiera se ocupen de devolver a San Gregorio de
Ostia a su pedestal, de donde lo bajaron para la fiesta, y las que van a
misa, que son ya viejas, no pueden hacerlo) y de Alcalá de Ebro que,
como no hagan algo, va a desaparecer en cualquier riada. Según la buena
señora, el río va erosionando los campos y lo que el río cambia se lo
dan al duque. “Así se hace rico cualquiera”, asegura, mientras me enseña
la iglesia, que es un edificio gótico de buena planta y bien
conservado.
Poco a poco, el pueblo se va animando. Los baratarios de hoy, la
mayoría de ellos ya jubilados (los que están en activo andarán por el
campo o en Figueruelas, en cuya fábrica de automóviles trabajan la
mayoría en la actualidad), pasean o toman el fresco ajenos a su pasado
cervantino. Ninguno de ellos se toma en serio su condición de habitantes
de una ínsula famosa, incluso alguno sonríe con displicencia, como
Manuel, jubilado de la OPEL, que dice que lo que hace falta aquí es
trabajo, no fantasías.
¡Pobre Sancho! ¿Qué pensará él de su ínsula, solo y convertido en
bronce en un monolito horrendo, al final del pueblo, mientras contempla
el río, que pasa enfrente, entre las choperas, sin nadie que le venga a
ver, a él, que fue el gobernador de toda esta gente?
El gobernador panza
En la falsa ínsula Barataria, Sancho Panza ejerce de gobernador, su
sueño al fin realizado, durante varios días. Pero su sueño pronto se
trocará en frustración, puesto que la farsa a la que los sirvientes del
duque y los vecinos de Alcalá le someten convertirá el gobierno de su
ínsula en una pesadilla, sin poder comer por si lo envenenan, sin poder
dormir por si los enemigos asaltan de noche la ínsula, sin poder estar
un minuto tranquilo. De ahí la melancolía con la que se le representa en
las ilustraciones de su período de gobernador, incluso en la escultura
que le han erigido en Alcalá de Ebro, la hipotética ínsula Barataria del
Quijote, como homenaje.
¿Cómo extrañarse, pues, de que, al cabo de algunos días, el pobre
Sancho cogiera al rucio, “que estaba en la caballeriza”, y por el camino
por el que había llegado tomara el de la libertad sin saber si el lugar
que dejaba atrás “era ínsula, ciudad o villa”, según escribe Cervantes?
25/31 Et in Arcadia ego
Poco queda del paisaje frondoso descrito por Cervantes; restos de él
se aprecian en la orilla del Ebro y en los campos de Torres de
Berrellén, Sobradiel y Utebo
La estancia en el castillo de Pedrola y en la fantástica ínsula de Alcalá de Ebro terminó para don Quijote
y Sancho con grave daño de sus ilusiones, como les ocurriera siempre,
pero por fin pudieron partir y poner rumbo a Zaragoza, como yo hago
ahora detrás de ellos una vez más desde que los empecé a seguir en
Argamasilla de Alba hace casi un mes.
El camino, cruzado ahora por múltiples carreteras, una de ellas la
autopista que une el País Vasco con Cataluña, recuerda poco a las
descripciones que en el Quijote se hacen de él y que hablan de "amenas
florestas", "abundosos arroyos" y "pradillos verdes". Solamente
alejándose hacia el río, al otro lado de los pueblos que se suceden
entre las carreteras y este (Alagón, Torres de Berrellén, Sobradiel,
Utebo…), el paisaje recuerda algo a la feliz Arcadia en la que don
Quijote y Sancho se toparon, primero, con unos lugareños que comían
sentados en un prado y que traían para el retablo de su aldea unas
imágenes de santos cuyas vidas y milagros don Quijote les explicó con
todo detalle ante la admiración de Sancho y de los porteadores y, luego,
con dos hermosas pastoras, en realidad dos vecinas de otra aldea
también próxima al camino que, junto con sus familiares, jugaban a
componer entre la arboleda una recreación de la pastoril Arcadia y que,
al reconocer también al hidalgo y a su escudero por haber leído, como
los duques, la primera parte de sus aventuras, les invitaron a comer en
las tiendas que tenían preparadas al efecto cerca de allí "con mesas
puestas, ricas, abundantes y limpias". Las arboledas existen, así como
los pájaros que, mientras componían la feliz Arcadia, los figurantes
cazaban con liga disimulada entre la enramada para comerlos después,
pero ni las mesas ricas, abundantes y limpias ni las hermosas pastoras
se ven por ninguna parte cuando yo paso por los pradillos verdes y las
amenas florestas que describiera Cervantes,
que ahora están cultivados por completo, salvo a la orilla misma del
río. Únicamente allí se remedan de verdad las descripciones, bien en los
campos de Torres de Berrellén, bien en los de Sobradiel y Utebo.
El camino cervantino es cruzado ahora por múltiples carreteras
En Torres y en Sobradiel, dos pueblos venidos a más pero que todavía
conservan la arquitectura y la actividad agrícola que mantendrían en
tiempos de don Quijote (y las tradiciones: los dos están preparados ya,
con talanqueras y cierres de hierro, para los juegos de toros que
celebrarán muy pronto), se conservan, además, las dos únicas barcazas
que cruzan el río Ebro
en toda esta zona, la de Torres de Berrellén para uso de los vecinos el
día de la romería de El Castellar, en el escarpe rocoso de la otra
margen fluvial, donde estuvo la primitiva población y donde se conserva
una antigua ermita, ambas fundadas, según los vecinos, por el rey de
Aragón Sancho Ramírez cuando bajó de los Pirineos hasta la frontera del
río Ebro, y la de Sobradiel para el servicio privado de una finca que se
cultiva en la ribera opuesta aprovechando que allí el escarpe rocoso
está más alejado de la orilla. Daniel, el dueño de la finca y de la
barcaza, me invita a subir a esta sin que yo se lo haya llegado a pedir
(se me debían de notar las ganas), cosa que hago a la vez que un camión
que ocupa prácticamente toda la plataforma y que convierte el paso del
río en una copia en pequeño de aquellos barcos de vapor (la barca de
Sobradiel tiene un motor que echa humo como ellos) de los cuentos de Tom
Sawyer. ¡Qué no habría dado don Quijote, tan amigo de las aventuras,
por ir ahora conmigo en la barca, en esta hora del atardecer en la que
las orillas del río vibran con la luz del sol y el agua se llena de
brillos y de reflejos, el principal de todos el de la barcaza, que si no
está encantada lo merecería!
Las orillas del río vibran con el sol y el agua se llena de brillos y reflejos
La que lo merecería también, pero ya en tierra firme, es la torre de
la iglesia parroquial de Utebo, la principal joya mudéjar de Zaragoza
con sus ocho mil azulejos incrustados y que con su inclinación pisana es
el faro en la noche de un pueblo cuya proximidad a la capital de Aragón
le ha hecho crecer hasta el punto de que es ya la tercera población de
la provincia después de esta y de Calatayud y cuyo cinturón de
industrias y carreteras ha hecho desaparecer el camino por el que don
Quijote y Sancho Panza, tras comer con los que componían el artificial
tapiz de la pastoril Arcadia, iban felices y satisfechos antes de que
una manada de toros que conducían unos caballistas en dirección a algún
pueblo en fiestas, quizá Sobradiel o Utebo, que también es famoso por
sus vaquillas en la Ribera, los arrollara, confirmando que incluso en la
feliz Arcadia la muerte y la desgracia rondan como en el famoso cuadro
de Nicolás Poussin (Et in Arcadia ego, también conocido como Les bergers d’Arcadie).
Discurso de la libertad
Apenas se vio en el camino de nuevo, lejos del agasajo de los duques
que tanto contento dio a don Quijote en un principio como le incomodaría
después (no digamos ya al pobre Sancho Panza, desilusionado y frustrado
de su experiencia como gobernador), el hidalgo se dirigió a su escudero
para decirle, en uno de los pasajes más celebrados y conocidos de la
inmortal obra de Cervantes, incluido en el capítulo LVIII de la segunda
parte de ésta, el conocido como discurso de la libertad: "La libertad,
Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los
cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra;
por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la
vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir
a los hombres".
El que habla es don Quijote, pero el que lo dice es Miguel de Cervantes, que habla, se ve, por propia experiencia.
26/31 El Quijote de Avellaneda
En Zaragoza nadie tiene idea de que el hidalgo y su suplantador están íntimamente unidos a su ciudad
Entre Utebo y Zaragoza sitúan los cervantistas la venta a la que don
Quijote y Sancho llegaron poco después del atropello de la manada de
toros que los dejó tirados en el camino y con todos los huesos
maltrechos y en la que conocieron que, mientras ellos iban y venían de
un sitio a otro deshaciendo embrollos y encantamientos, sus hazañas
circulaban en letra impresa, pero no escrita por su biógrafo autorizado,
que era Cide Hamete, o sea, Miguel de Cervantes, sino por un impostor,
un tal Alonso Fernández de Avellaneda que se había atrevido incluso a
anticipar aventuras futuras. La venta, que estaría, como era la
costumbre, a mitad de camino entre Utebo y la capital, hoy es ya difícil
imaginarla en el galimatías de carreteras, fábricas, gasolineras,
rotondas e infraestructuras de todo tipo que se suceden sin interrupción
hasta Zaragoza. De hecho, hasta el antiguo camino, hoy carretera
nacional, es difícil de seguir, tantas son sus ramificaciones.
Pero hay que ponerse a hacerlo para rememorar la escena y la
conversación que en la susodicha venta tuvieron lugar cuando don Quijote
y Sancho (más éste que don Quijote, al que el atropello de la manada de
toros dejó sin hambre), después de cenar “dos uñas de vaca”, que es
todo lo que el ventero les ofreció, se retiraron a su aposento, que
casualmente separaba una pared de otro en el que dos caballeros, don
Jerónimo y don Juan, leían en voz alta antes de dormirse la segunda
parte de Don Quijote de la Mancha, que sus protagonistas
desconocían que se hubiera escrito ya, entre otras cosas porque aún no
habían vivido las aventuras correspondientes a ella; un divertido juego
literario que Cervantes inventa para ridiculizar el Quijote apócrifo (al
que califica por boca de don Jerónimo de disparatado y malo), y que el
lector entiende como tal, pero que don Quijote se toma tan en serio que
decide no entrar en Zaragoza, ciudad a la que se dirigía para participar
en sus justas del arnés, aventura que Avellaneda ya daba por realizada
en su impostora segunda parte de la novela, y poner rumbo a Barcelona,
donde los dos caballeros que estaban leyéndola le dijeron que había
anunciadas otras justas en las que don Quijote podría mostrar su valor.
“Así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y
echarán de ver las gentes cómo yo no soy el don Quijote que él dice”,
exclama el pobre hidalgo viendo cómo a las chanzas de los duques de
Villahermosa había venido a sumarse el suplantamiento de su personalidad
por otro falso Quijote.
Pero hoy no es fácil, como en su tiempo, pasar de largo por Zaragoza,
dado su emplazamiento. Ni es fácil ni es mi deseo, que tengo esta
ciudad por una de mis preferidas, así que me perdonará don Quijote si le
traiciono por una vez y, mientras él y Sancho quedan durmiendo en la
venta que ya no existe, yo vaya a hacerlo a un hotel de aquella y, a la
mañana, le dé un paseo buscando, más que la huella en ella de don
Quijote, que, como queda claro, nunca la visitó, la memoria de él entre
unas personas cuya hospitalidad no conoce desconsideraciones. Pero mi
sorpresa es grande cuando descubro que en Zaragoza nadie, ni siquiera
las chicas de la Oficina de Turismo, en la plaza de España, antigua
plaza de San Francisco (donde se celebraron precisamente las justas del
arnés a las que don Quijote venía), tiene idea de que éste y sobre todo
su suplantador, el falso Quijote de Avellaneda, están íntimamente unidos
a su ciudad, el primero porque habla varias veces de ella (es la única
ciudad que nombra, aparte de Barcelona) y el segundo porque su autor, el
tal Fernández de Avellaneda, le dedica tres capítulos, lo que ha hecho
colegir a más de uno que era zaragozano, o por lo menos aragonés, y más a
la vista del gran conocimiento que demuestra de la moderna Cesaragusta
romana: su don Quijote entra en la ciudad por la Puerta del Portillo,
que era la natural viniendo desde Castilla, cruza la Aljafería y la
“famosa calle del Coso”, incluso describe el palacio de los Luna, hoy
Audiencia de Justicia, con sus “dos fieros gigantes que a la puerta
están, levantados los braços, con dos maças de fino azero, para estorbar
la entrada a los que, a pesar suyo, quisieran entrar dentro”, que son
los dos barbudos atlantes que se pueden admirar todavía hoy.
Fuera de ello, la ciudad ha crecido tanto que si el falso don Quijote
volviera a ella o el verdadero se dignara visitarla al revés de lo que
hizo apenas identificarían algunas torres de iglesia y no la del Pilar,
que aún no existía en su tiempo, y por supuesto el puente de piedra, el
único que cruzaba entonces el río Ebro en muchos kilómetros y por el que
el hidalgo, a lo que se ve, no lo hizo, pues para acceder a él habría
tenido que entrar en Zaragoza, la ciudad que repudió por culpa de un
impostor.
27/31 Los Monegros
En el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del
río poco saben del paso del hidalgo y su escudero, mientras los
regadíos dulcifican el paisaje
Dado que don Quijote evitó tocar Zaragoza y habida cuenta de que el
único puente sobre el Ebro existente entonces en muchos kilómetros era
el de piedra de esta ciudad, casi todos los cervantistas coinciden en
que don Quijote y su escudero cruzaron el río en el vado existente entre
Fuentes y Osera, entonces franqueable en el verano, que es cuando los
dos manchegos pasaron por estas tierras según la novela, puesto que el
estiaje hacía bajar considerablemente el caudal del agua, ya que en
aquellos tiempos no había pantanos que la almacenaran. Fuera o no
cierto, lo que está claro es que ni en Fuentes de Ebro ni en Osera se
han enterado de ello, pues nada recuerda el paso de don Quijote por sus
caseríos, a excepción de un camión aparcado ante un restaurante en este
segundo pueblo que transporta, según anuncia en su caja, Bizcochos
Sancho Panza. Ni siquiera la iglesia, que es una maravilla,
principalmente su portada, ha sido restaurada para un turismo, el que
generaría, de conocerse, el paso de don Quijote por estas tierras y que
hoy brilla por su ausencia según el chico del bar del pueblo y la dueña
del restaurante de la carretera. “Aquí no viene ningún turista”, me
dicen ambos.
Osera está ya en los Monegros, el desierto estepario que se extiende
por la margen izquierda del Ebro hasta Cataluña y que don Quijote y
Sancho hubieron de cruzar necesariamente en su viaje hacia Barcelona,
pues el camino real es el que sigue la antigua carretera nacional, hoy
relegada al tráfico de camiones y de automovilistas locales o
despistados por la moderna autopista que corre al lado; otra cosa es que
Cervantes afirme en el comienzo del capítulo correspondiente a ello, el
LX de la segunda parte del libro, “que en más de seis días [a don
Quijote y Sancho] no les sucedió cosa digna de ponerse en escritura”.
Una forma literaria de abreviar y de ir rápido hacia un final que se
pretendía acercar y que estaba en Barcelona, junto al mar.
Pero hasta llegar a éste yo, como don Quijote, he de cruzar los
Monegros, esta tierra tan temida como hermosa por más que muchos no
entiendan su particular belleza. Para entenderla (para aceptarla, quizá,
mejor) hay que dejar a un lado los prejuicios y abrirse a unas
perspectivas de las que el verde, monopolizador de las riberas del Ebro y
sus afluentes, ha desaparecido del todo dejando sitio a los ocres, a
los grises calcáreos, a los pardos, a los blancos, incluso, de tan
quemada como está la tierra en determinadas zonas. Alrededor de la venta
de Santa Lucía, antaño venta Monzona (la antigua Santa Lucía, que
estaba cerca, desapareció hace tiempo), donde Durruti tuvo su puesto
avanzado de mando en los primeros días de la guerra, cuando el frente se
estabilizó en la línea del Ebro, por ejemplo, o en las cercanías de
Bujaraloz, la capital de esta comarca sedienta cuyo solo nombre impone
respeto a los que se ven obligados a cruzarla. Principalmente a esos
miles de camioneros que desfilan por ella día y noche con sus camiones
cargados de mercancía y cuyo interminable desfile contempla desde la
venta de Santa Lucía la dueña con aburrimiento, como hacían en la
película de Bigas Luna Jamón, jamón sus protagonistas en la
cercana estación de peaje de El Ciervo, donde se rodó. Y donde se casó
la cantante Carmen Sevilla, según la chica de la gasolinera, que es lo
único que permanece ya abierto de todo el complejo.
En Bujaraloz es la hora de la siesta, lo que aumenta la desolación
del sitio. La capital monegrina, tendida como un lagarto bajo el
ardiente sol de comienzos de julio, hace honor a su leyenda, que lo
sitúa en el epicentro de un desierto hoy dulcificado ligeramente por los
regadíos que comienzan a llegar poco a poco a la zona y que pintan ya
de verde algunos trozos del paisaje; es el maíz, que crece con ganas con
la bendición del agua que le llega desde el río Cinca, que pasa cerca,
hacia Mequinenza. Aunque a Ezequiel, un antiguo agricultor que asegura
que en los Monegros “la gente vive de pasar hambre”, y a Javier
Escanilla, que está en activo y que me enseña amablemente la casa de su
familia, la mayor de la plaza del pueblo y la elegida precisamente por
eso por Buenaventura Durruti como su puesto de mando en el frente del
Ebro (la casa está prácticamente igual que entonces), toda el agua le
parece poca y reclaman que se hagan más pantanos con urgencia. A mi
objeción sobre las consecuencias que para otros tendrían las obras que
ellos reclaman, los dos contestan escuetamente: “Que les indemnicen”.
Sin ninguna doble intención, antes de irme y en agradecimiento a su
amabilidad al enseñarme su casa, tan llena de historia, le regalo a
Javier una novela mía que traigo en el coche. Su título: Distintas formas de mirar el agua.
Un ‘quijote’ monegrino
Los Monegros, como tierra extrema que es, ha producido muchos quijotes,
personajes que han desvariado de tanto ver el desierto o que han tomado
caminos insospechados teniendo en cuenta cómo es su tierra de origen.
Es el caso, en Bujaraloz, de Martín Cortés de Albacar, autor de un Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, con nuevos instrumentos y reglas
publicado en Sevilla en 1.551 y que fue en su momento un libro pionero
en el terreno de la navegación y de la astronomía aplicada a ella.
Sus paisanos, orgullosos, le han dedicado un monumento (una esfera
con sus reglas) en su Plaza Mayor, justo frente por frente de la casona
que fuera puesto de mando de Durruti y que algunos historiadores
sostienen fue también en la que nació el navegante y astrónomo
bujarolocino, cuya dedicatoria llama la atención en medio del secarral
en el que se levanta el pueblo.
28/31 Por tierras de Cataluña
De Los Monegros a La Segarra, pasando por Fraga, Lérida, Cervera o
Tárrega, la memoria que se guarda del hidalgo y su escudero es mínima
Fraga, en la frontera de Huesca con Cataluña, es el último pueblo
aragonés por este extremo, pero también uno de los más ricos. Sus higos
tienen fama (culpa de Labordeta, entre otros), pero los melocotones,
cerezas, ciruelas, peras, manzanas rebosan también en sus árboles
frutales, que aprovechan el calor de Los Monegros a la vez que se
benefician del agua del río Cinca, a cuya orilla se arracima el pueblo.
En eso se parece ya a los vecinos de Lérida, una provincia que es un
auténtico vergel de fruta que se extiende durante kilómetros, hacia el
norte y hacia el sur, hasta la cordillera Costero-Catalana, que la
separa de la más agreste provincia hermana de Barcelona.
Lérida, la capital (o Lleida, si se quiere, en catalán), se parece
mucho a Fraga tanto por sus cultivos como por su disposición (en su
caso, arrimada al cauce del río Segre, que, como el Cinca, también
desciende hacia el Ebro), pero es bastante más grande. Eso sí, como en
la localidad oscense, sus calles están llenas de inmigrantes, árabes y
africanos sobre todo, que trabajan en la fruta, lo que le da un aire
cosmopolita y, cuando calienta el sol sin piedad como hoy, un cierto
aspecto subsahariano. Sin duda don Quijote
y Sancho Panza, de pasar ahora por ella como en la ficción hicieron
hace cuatrocientos años aunque no quedara rastro de su paso, se
quedarían muy sorprendidos de ver la diversidad de razas que en la
capital catalana del interior se concentran.
De pasar ahora, se sorprenderían al ver la diversidad de razas
El camino hacia Barcelona, que no es otro que la antigua carretera
nacional, hoy eclipsada, como en Aragón, por la moderna autopista,
continúa igual hasta Mollerusa, pueblo rodeado de frutales y de cultivos
de huerta por todas partes, y lo mismo ocurre hasta Tárrega, que ya
pertenece a la comarca de Urgel y no, como Lérida, a la del Segrià.
Tárrega, que compite con la vecina Cervera (ésta ya perteneciente a La
Segarra, de la que es capital como aquélla de la de Urgel) por la
capitalidad de toda la zona, es un pueblo más histórico, pero tampoco
guarda memoria de don Quijote e incluso algunos vecinos presumen de
ello: “Aquí somos más de Tirant lo Blanc” me espetó con cierto desdén el
dueño de un restaurante de la hermosísima calle Mayor, toda ella llena,
como la mayoría del pueblo, de banderas catalanas independentistas.
Frente a él, la encargada del Muséu Comarcal d’Urgell ni siquiera se
molesta en responderme en castellano, pese a que ve que yo no hablo
catalán y pese a que posiblemente sea el único que en toda la mañana se
interesa por la exposición sobre los judíos de Tárrega, que al parecer
fueron masacrados en 1345 como les sucedería en otros sitios de Europa,
que se muestra en el museo.
El camino continúa igual hasta Mollerusa, rodeada de frutales
En Cervera, no sé si es casualidad, la gente es más receptiva. A mis preguntas sobre el Quijote
(que no otra cosa pregunto) los vecinos hacen al menos el esfuerzo de
recordar si hay algo en la ciudad que hable de él. Así, en la antigua
Universidad, un edificio descomunal que ahora sirve de instituto pero
que durante un siglo fue el único centro universitario de Cataluña (como
premio a la ciudad del rey Felipe V por haberle ayudado en la Guerra de Sucesión
de 1714 y como castigo a otras, como Barcelona, que apoyaron la causa
del archiduque Carlos de Austria), unas adolescentes que se han acercado
a ver las notas del curso (que aún no han salido, como comprueban con
decepción) me dicen que no tenían “ni idea” de que don Quijote y Sancho
habían pasado por aquí pero que han leído trozos del libro en la clase
de Lengua Española y en el Casal, donde almuerzo —espléndidamente, por
cierto—, la camarera, que es una señora, me dice que es la primera
noticia que tiene de que don Quijote hubiese estado en Cervera, pero que
“se va a enterar”.
Por la magnífica calle Mayor, aún más hermosa que la de Tárrega si
cabe (la de Cervera es mucho más larga y desemboca en el Ayuntamiento y
la iglesia, el primero de estilo barroco y la segunda un edificio gótico
majestuoso, tan gigantesco como la Universidad), la hora de la siesta
me impide preguntar a más vecinos, pues todos están en casa, no sé si
viendo la televisión o durmiendo. Solamente en la Plaza Mayor un hombre
que está sentado en un soportal me saluda y, a mi pregunta de si ha
visto pasar por aquí a don Quijote, me sonríe y me responde que el único
que ha pasado delante de su casa he sido yo desde que él está aquí.
—¿Y a Sancho Panza?
—Tampoco… Ni a los tres Reyes Magos —añade, con fuerte acento catalán.
—Pues deberían, ¿no cree? —le digo, asomándome al paisaje que desde
aquí arriba se divisa: el ondulado, apaciguador, hermosísimo paisaje de
La Segarra.
Tirant lo Blanc
Junto con don Quijote, Tirante el Blanco (Tirant lo Blanch en catalán
antiguo y lo Blanc, sin hache, en el actual) es el personaje de la
novela caballeresca española más popular, entre otras cosas gracias a
Cervantes, que lo elogia por boca del cura Pero Pérez y lo salva de ir
al fuego en el famoso escrutinio que, junto con el barbero del pueblo de
don Quijote, el clérigo hace de su biblioteca, a la que culpa de su
desvarío: “¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una grande voz —¡Que aquí
está Tirante el Blanco! Dádmelo acá, compadre, que hago cuenta que he
hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (…)
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto del os he dicho”
(capítulo VI de la primera parte de El Quijote).
Escrito por Joanot Martorell y publicado en Valencia en 1490, Cervantes debió de conocer Tirante el Blanco
en la edición que se hizo en castellano en Valladolid en 1511 y que
apenas tuvo acogida fuera de Cataluña y Valencia hasta que el autor del Quijote lo recomendó.
29/31 El reino de Roque Guinart
Las huellas del lugar donde se habría topado Cervantes con el bandolero Rocaguinarda, al que convirtió en personaje
“Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de
ponerse en escritura; al cabo de los cuales, yendo fuera del camino, le
tomó la noche entre unas espesas encinas, o alcornoques, que en esto no
guarda la puntualidad Cidi Hamete que en otras cosas suele…”.
Así reanuda Cervantes su narración, que continúa con don Quijote
y Sancho peleándose entre ellos, el caballero andante por ver de darle a
su escudero, aprovechándose de la soledad del sitio, los tres mil
azotes que éste se había negado a recibir en el palacio de los duques y
que, según el falso Merlín, se necesitaban para sacar a Dulcinea de su
encantamiento en rústica aldeana y el pobre Sancho defendiéndose como
podía de lo que a todas luces era una imposición injusta de su amo
(“¡Eso no —dijo Sancho—: vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios
verdadero que nos han de oír los sordos!”) y, luego, tras separarse y
dormir un rato, por el descubrimiento del escudero de que el bosque en
el que se encontraban estaba lleno de hombres colgados de las ramas de
los árboles. “No tienes de qué tener miedo —le tranquilizó don Quijote—,
porque estos pies y piernas que tientas y no ves sin duda son de
algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que
por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en
veinte y de treinta en treinta”, una explicación que al pobre Sancho
Panza le sirvió para seguir durmiendo, no muy tranquilo, es verdad, pero
que con el amanecer se demostró ilusoria cuando los aparentes
ahorcados, que eran más de cuarenta, saltaron de donde estaban y
rodearon a don Quijote y a su escudero “diciéndoles en lengua catalana
que se estuviesen quedos y se detuviesen, hasta que llegase su capitán”.
La Panadella, Igualada, Jorba... ¿Dónde se produciría el asalto?
Pienso quiénes de los que me crucé descenderán de aquellos bandidos
El capitán, “el cual mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro
años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color
morena” y que venía montado “sobre un poderoso caballo, vestida la
acerada cota, y con cuatro pistoletes (que en aquella tierra se llaman
pedreñales) a los lados”, no era otro que el célebre bandido catalán
Roque Guinart, trasunto cervantino del histórico y real bandolero
Rocaguinarda, al que quizá Cervantes conoció personalmente, de ahí que
lo convirtiera en personaje de su novela, bien que con su apellido
ligeramente cambiado como también hiciera con el de Gerónimo de
Passamonte (Ginés en la ficción quijotesca). Pero, ¿en qué lugar exacto
se produciría el encuentro?, pienso mientras contemplo el paisaje desde
una cafetería del Port de La Panadella, en la frontera de las provincias
de Lérida y Barcelona, rodeado de jubilados de Martorell que han venido
de excursión y, de paso, a comprar los célebres pans de pessec
que se fabrican en la panadería de enfrente. ¿Aquí, en lo que hoy es
una gran estación de servicio venida a menos desde la construcción de la
autopista de Barcelona a Zaragoza pero que en tiempos fuera un grupo de
ventas para viajeros y arrieros cuyas construcciones aún se mantienen
en pie, bien que abandonadas ya, o en los intrincados montes que rodean
el camino hasta Igualada, la primera gran población de la provincia
barcelonesa? ¿En los alrededores de Porquerisses o de Santa María del
Camí, dos aldeas diminutas cuyos campos de labor se los disputan desde
hace siglos una docena de familias que ignoran todo de don Quijote,
incluso de la preciosa iglesia románica que pervive adosada a una masía
en la segunda de las dos aldeas, o en los de Jorba, ya más grande y
habitada gracias a su cercanía a Igualada, la capital de la comarca del
Anoia y durante mucho tiempo de la industria del papel y de la piel
catalanas? ¿En qué recodo exacto del camino —pienso mientras lo recorro—
ocurriría el asalto de los dos capitanes de infantería que iban a
Barcelona para embarcarse en galeras junto a un grupo de viajeros
variopintos, frailes y damas con sus criadas entre ellos, o el encuentro
de Roque Ginart con Claudia Jerónima, la muchacha que acababa de matar a
su novio por celos? ¿En qué bosques se ocultarían durante los tres días
que don Quijote y Sancho permanecieron con Roque Ginart y sus hombres,
acogidos a su protección y admirando su modo de vida, que no era
precisamente tranquilo: “Aquí amanecían, acullá comían; unas veces
huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién”?
Sentado en una terraza en la Plaza Mayor de Igualada, población que
hierve de gente no sé si por la hora o porque es viernes, repaso el
camino hecho y pienso quiénes de todas las personas que me crucé por él o
que ahora veo pasear tranquilamente con sus familias o merendar a mi
lado serán descendientes de aquellos bandidos que, al parecer,
infestaban las sierras del interior catalán como la Sierra Morena que
hace unos días crucé y que ahora queda tan lejos. Porque lo que resulta
claro es que alguno descenderá de ellos.
Los bandoleros catalanes
En su indispensable manual Para leer a Cervantes,el
gran medievalista y cervantista catalán Martín de Riquer, citado aquí
varias veces ya, dedica un amplio capítulo a explicar el fenómeno del
bandolerismo en su tierra, mucho menos conocido que otros del resto de
España, pero que, según sostiene, tuvo igual o más importancia,
cuantitativa y cualitativamente, que éstos. Según Martín de Riquer, el
bandolerismo era un mal endémico en Cataluña contra el que luchaban sin
éxito los virreyes de la Corona. Se trataba, además, de un bandolerismo
con estrechas relaciones con los gascones franceses, derivado de las
antiguas luchas feudales, lo que le daba un matiz político; de hecho,
los bandoleros se dividían, según su origen, en familias, como los
nyeros o los cadells, enfrentadas entre ellas a su vez por el dominio de
tal o cual región o comarca.
Perot Rocaguinarda, uno de sus principales representantes a finales del siglo XVI, aparece en dos obras de Cervantes, El Quijote y La cueva de Salamanca, lo que para Riquer demuestra que el escritor debió de conocerlo personalmente. ¿Quizá porque lo asaltó?
30/31 La mar salada
Un paseo por la ciudad que en época de caballerías tenía 33.000
habitantes y era “patria de valientes”. Don Quijote y Sancho vivieron su
bautismo bélico en su puerto
Por la carretera nacional, que a partir de un punto ya es autovía, y
no por “caminos desusados, atajos y sendas encubiertas” como hicieran don Quijote
y Sancho guiados por Roque Ginart y sus hombres, viajo (también de
noche como ellos, pero en coche, que es más cómodo) de Igualada a
Barcelona, adonde llego ya cercana la media noche. Por el camino he
venido imaginando, al contraluz de las luces que aparecían y
desaparecían a los dos lados de la carretera (Esparreguera, Martorell,
Molins de Rei, Sant Feliú de Llobregat…), lo que los dos manchegos irían
pensando mientras cruzaban en la oscuridad completa estas intrincadas
sierras que entonces estarían llenas de peligros y, finalmente, al
llegar a la playa de Barcelona, donde los dejaron éstos y donde los
sorprendió “la faz de la blanca aurora” la víspera del día de San Juan.
“Tendieron don Quijote y Sancho” —sigue escribiendo Cervantes— “la
vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto;
parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera,
que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la
playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de
flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el
agua…”. Barcelona tenía entonces 33.000 habitantes, pero para la época
era una gran ciudad, la primera de ese tamaño que don Quijote y Sancho
veían y la única que aparece en El Quijote, acompañada, por
cierto, de los mayores elogios: “Barcelona, archivo de la cortesía,
albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los
valientes, vengança de los ofendidos y correspondencia grata de las
firmes amistades, y en sitio y belleza única”. Una demostración más de
la admiración que Cervantes profesó siempre a la capital catalana,
puesto que parecidos elogios los había escrito ya en su novela ejemplar Las dos doncellas:
“Flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y
espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de
sus moradores…”.
Muchos ignoran los elogios del autor de ‘El Quijote’ a Barcelona
Pero, para mi sorpresa, éstos, como los de las ciudades y pueblos de
Cataluña por los que he pasado, ignoran mayoritariamente no sólo los
elogios que Cervantes hizo de su ciudad, sino su propia presencia en
ella, así como las de sus dos más famosos personajes. De hecho, la
huella de uno y otros en Barcelona se limita ya, a pesar de haber
situado en ella el escritor cinco capítulos de la novela (del LXI al LXV
de su segunda parte) y de haber dado por concluidas las aventuras de
don Quijote frente a sus murallas, a una casa junto al puerto conocida
como de Cervantes por querer la tradición que éste se alojó en ella en
sus estancias en Barcelona y, no muy lejos de allí, en el número 14 del
Carrer del Call, el antiguo barrio judío a espaldas de la catedral, el
local que ocupó la imprenta que visitó don Quijote y que ahora acoge una
tienda de bisutería llamada Dulcinea pese a que los chinos que la
regentan no sepan el porqué del nombre. Menos mal que un panel de
azulejos lo recuerda: “Esta casa albergó de 1591 a 1670 la oficina
tipográfica Cormellas”, como en el interior del portal de la llamada
casa de Cervantes otra placa reproduce el archiconocido comienzo de la
novela. Fuera de ello, sólo la Sala Cervantina, en la Biblioteca
Nacional de Catalunya, con su espléndida colección de Quijotes, y el
famoso Cristo de Lepanto, que, según la leyenda, acompañó a las naves de
Juan de Austria en la batalla contra los turcos en la que Cervantes
perdió una mano y que se venera en la catedral, recuerdan más al autor
de don Quijote que a éste en una ciudad en la que, sin embargo, el
famoso hidalgo manchego vivió sus últimas aventuras. Toda la gente a la
que pregunto, tanto barceloneses como turistas, que son millares, lo
ignoraban por completo.
Y, sin embargo, ahí sigue el puerto de Barcelona donde don Quijote y
Sancho vivieron su bautismo bélico cuando, viajando en una galera como
ahora hacen muchos turistas en golondrinas, se vieron metidos en una
refriega con un bergantín turco cuya presencia avisaron con cañonazos
desde el castillo de Montjuïc y ahí siguen las viejas calles de una
ciudad que, en su parte antigua, tampoco ha cambiado tanto desde que
aquellos la recorrieran, como Montcada, donde algunos cervantistas
sitúan el palacete de Antonio Moreno, en el que don Quijote y Sancho se
alojaron gracias a la recomendación de Roque Ginart, que era amigo de
él, o Ample, la mayor de la ciudad en aquella época (medía seis metros
de ancho) y por la que, según algunos, sacaron de paseo a don Quijote
subido en “un macho de paso llano y muy bien aderezado” y llevando a la
espalda sin él saberlo un pergamino cosido al balandrán de paño con que
le habían vestido —“que pudiera hacer sudar al mesmo yelo”— la leyenda Este es don Quijote de la Mancha, para que todos se rieran de él.
La casa de Cervantes
En el número 2 del paseo de Colón de Barcelona, enfrente del puerto
viejo, hay una casa de cinco plantas, de estilo gótico y ventanas
historiadas, que los barceloneses conocen popularmente como la casa de
Cervantes por creer que en ella se alojó el autor de El Quijote en sus estancias en la ciudad.
Incluso hay quien cree a pie juntillas y así lo sostiene que la
cabeza en relieve labrada en una ventana es la del escritor, algo
imposible por anacrónico, pues el relieve y el edificio son anteriores a
la hipotética estancia de aquél en Barcelona.
De ser, en efecto, la casa en que Cervantes se alojó (como dice
Martín de Riquer, las tradiciones a veces reposan sobre hechos ciertos),
bien podría haberse inspirado en la del Antonio Moreno, amigo del
bandolero Roque Guinart, en la que se alojaron don Quijote y Sancho y en
la que, como en el palacio de los duques, también les gastaron bromas y
les sometieron a chanzas de todo tipo, abusando de su credulidad.
31/31 Final en la playa de Barcelona
En la Barceloneta, Don Quijote se batió en duelo con el caballero de la Blanca Luna. Y cayó derrotado
Amaneció por fin el aciago día en el que el valeroso hidalgo que
cruzó a lomos de su caballo la mitad de la península Ibérica peleando
con todo el que le salía al paso si no reconocía que su amada Dulcinea
del Toboso era la mujer más bella sobre la faz de la tierra hallaría el
final de sus aventuras en un lugar que jamás habría imaginado en su
perdida aldea montieleña ni en sus noches de más febril fantasía: la
playa de Barcelona, tan lejos de sus paisajes y de sus ensoñaciones.
Llevaba ya don Quijote
varios días en la ciudad condal, “la flor más bella de las ciudades del
mundo” y la capital ya en aquellos tiempos de un invento, la imprenta,
que tanto le fascinaba por salir de ella los libros que leía en su
apartada aldea y en los que conoció a todos los caballeros que le habían
precedido en la historia y que le llevaron a convertirse él mismo en
otro, cuando se presentó ante él uno que le desafiaba a batirse en duelo
allí mismo, en la playa de la Barceloneta, frente por frente del
puerto. ¿Cómo imaginar ahora, viendo la playa llena de turistas, de
chiringuitos, de tenderetes, y rodeada de rascacielos, a don Quijote
“armado de todos sus armas”, que con todas había salido a pasear según
Cervantes (“porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos”),
mirando venir hacia él a un hombre a caballo “armado asimismo de punta
en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente”?
¿Cómo reconstruir siquiera la escena esta mañana de julio en la que la
Barceloneta estalla de bañistas, la mayoría de ellos extranjeros, en la
que los dos caballeros se retan a duelo al lado del mar si ninguno de
los dos accede a reconocer a la dama del otro como más bella, “sea quien
fuere” dice el de la Blanca Luna (que no es otro que el bachiller
Sansón Carrasco disfrazado, como antes lo hiciera ya de Caballero de los
Espejos, incluso del Maese Pedro que con un mono que hablaba intentó en
una venta cercana a la cueva de Montesinos convencer al de la Triste
Figura de que volviera a su aldea, y que ha llegado hasta Barcelona con
el mismo fin), algo que a don Quijote dejó “suspenso y atónito”, y cómo
imaginar, en fin, la pelea que sobre la misma arena del mar libraron en
presencia del “visorrey” don Antonio Moreno —el amigo del bandolero
Roque Ginart que había acogido en su casa a don Quijote— y de otros
varios caballeros que en seguida se acercaron a la playa avisados por
los vigías de la ciudad contemplando, como yo hago en este momento, el
mar de cuerpos desnudos que ahora se tuestan al sol ajenos al episodio
que aquí se vivió hace siglos y que posiblemente sea el más triste de
todos los que al ingenioso hidalgo de La Mancha le tocó vivir:
“Agradeció el caballero de la Blanca Luna con corteses y discretas
razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo
mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea
(como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le
ofrecían), tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su
contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompeta ni otro instrumento
bélico que le diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo
punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca
Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le
encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la
levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don
Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y
poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: —Vencido sois, caballero, y
aún muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío…”?
La historia sigue, como se sabe, con don Quijote aceptando éstas
(todas menos que su Dulcinea no era la dama más bella del mundo) después
de que el de la Blanca Luna se negara a quitarle la vida, como le
solicitó (“puesto que me has quitado la honra”, le dice), y con la
novela corriendo hacia su final con don Quijote y Sancho volviendo a su
aldea tras recuperarse el primero de los golpes, pero esto a nadie
interesa ya entre los cientos, miles de personas, que se bañan o juegan a
la pelota o a perseguirse en el mismo lugar donde don Quijote fuera
derrotado hace cuatrocientos años una mañana como ésta, llena de luz y
de felicidad.
“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis
alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y
revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi
ventura para jamás levantarse”, resuenan, sin embargo, todavía sus
palabras sobre el mar.
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Fuentes:
http://elpais.com/agr/el_viaje_de_don_quijote/a/
AZORÍN: LA RUTA DE DON QUIJOTE.
http://www.cervantesvirtual.com/obra/la-ruta-de-don-quijote--0/