"¿Cómo fue posible que el primer Premio Nobel de Literatura que se dio fuera para Sully Prudhomme en vez de Tolstói, el otro contendiente? ¿Acaso no era tan claro entonces, como ahora, que Guerra y Paz es uno de esos raros milagros que, de siglo en siglo, ocurren en el universo de la literatura?".
Mario Vargas Llosa.
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Lecciones de Tolstói
El escritor ruso nos enseña en 'Guerra y paz' que pese a todo lo
malo que hay en la vida, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo
peor que ella arrastra
Leí Guerra y paz por primera vez hace medio siglo, en
Perros-Guirec, un volumen entero de la Pléiade, durante mis primeras
vacaciones pagadas en la Agence France-Presse. Escribía entonces mi
primera novela y estaba obsesionado con la idea de que, en el género
novelesco, a diferencia de los otros, la cantidad era ingrediente
esencial de la calidad, que las grandes novelas solían ser también
grandes —largas— porque ellas abarcaban tantos planos de realidad que
daban la impresión de expresar la totalidad de la experiencia humana.
La novela de Tolstói parecía confirmar al milímetro semejante teoría.
Desde su inicio frívolo y social, en esos salones elegantes de San
Petersburgo y Moscú, entre esos nobles que hablaban más en francés que
en ruso, la historia iba descendiendo y esparciéndose a lo largo y a lo
ancho de la compleja sociedad rusa, mostrándola en su infinito registro
de clases y tipos sociales, desde los príncipes y generales hasta los
siervos y campesinos, pasando por los comerciantes y las señoritas
casaderas, los calaveras y los masones, los religiosos y los pícaros,
los soldados, los artistas, los arribistas, los místicos, hasta sumir al
lector en el vértigo de tener bajo sus ojos una historia en la que
discurrían todas las variedades posibles de lo humano.
En mi memoria, lo que más destacaba en esa gigantesca novela eran las
batallas, la prodigiosa odisea del anciano general Kutúzov que, de
derrota en derrota, va poco a poco mermando a las invasoras tropas
napoleónicas hasta que, con ayuda del crudo invierno, las nieves y el
hambre, consigue aniquilarlas. Tenía la falsa idea de que, si había que
resumir Guerra y paz en una frase, se podía decir de ella que
era un gran mural épico sobre la manera como el pueblo ruso rechazó los
empeños imperialistas de Napoleón Bonaparte, “el enemigo de la
humanidad”, y defendió su soberanía; es decir, una gran novela
nacionalista y militar, de exaltación de la guerra, la tradición y las
supuestas virtudes castrenses del pueblo ruso.
Lejos de presentar la guerra como una virtuosa experiencia la novela la expone en todo su horror
Compruebo ahora, en esta segunda lectura, que estaba
equivocado. Que, lejos de presentar la guerra como una virtuosa
experiencia donde se forja el ánimo, la personalidad y la grandeza de un
país, la novela la expone en todo su horror, mostrando, en cada una de
las batallas —y acaso, sobre todo, en la alucinante descripción de la
victoria de Napoleón en Austerlitz—, la monstruosa sangría que acarrea y
las infinitas penurias e injusticias que golpean a los hombres comunes y
corrientes que constituyen la inmensa mayoría de sus víctimas; y la
estupidez macabra y criminal de quienes desatan esos cataclismos,
hablando del honor, del patriotismo y de valores cívicos y marciales,
palabras cuyo vacío y nimiedad se hacen patentes apenas estallan los
cañones. La novela de Tolstói tiene mucho más que ver con la paz que con
la guerra y el amor a la historia y a la cultura rusa que sin duda la
impregna no exalta para nada el ruido y la furia de las matanzas sino
esa intensa vida interior, de reflexión, dudas, búsqueda de la verdad y
empeño de hacer el bien a los demás que encarna el pasivo y benigno
Pierre Bezújov, el héroe de la novela. Aunque la traducción al español
de Guerra y paz que estoy leyendo no sea excelente, la
genialidad de Tolstói se hace presente a cada paso en todo lo que
cuenta, y mucho más en lo que oculta que en lo que hace explícito. Sus
silencios son siempre locuaces, comunicativos, excitan una curiosidad en
el lector que lo mantiene prendido del texto, ávido por saber si el
príncipe Andréi se declarará por fin a Natasha, si la boda pactada
tendrá lugar o el atrabiliario príncipe Nikolái Andréievich conseguirá
frustrarla. Prácticamente no hay episodio en la novela que no quede a
medio contar, que no se interrumpa sin hurtar al lector algún dato o
información decisivos, de modo que su atención no decaiga, se mantenga
siempre ávida y alerta. Es realmente extraordinario cómo en una novela
tan vasta, tan diversa, de tantos personajes, la trama narrativa esté
tan perfectamente conducida por ese narrador omnisciente que nunca
pierde el control, que gradúa con infinita sabiduría el tiempo que
dedica a cada cual, que va avanzando sin descuidar ni preterir a nadie,
dando a todos el tiempo y el espacio debidos para que todo parezca
avanzar como avanza la vida, a veces muy despacio, a veces a saltos
frenéticos, con sus dosis cotidianas de alegrías, desgracias, sueños,
amores, fantasías.
En esta relectura de Guerra y paz advierto algo que, en la
primera, no había entendido: que la dimensión espiritual de la historia
es mucho más importante que la que ocurre en los salones o en el campo
de batalla. La filosofía, la religión, la búsqueda de una verdad que
permita distinguir nítidamente el bien del mal y obrar en consecuencia
es preocupación central de los principales personajes, incluso los
jerarcas militares como el general Kutúzov, personaje deslumbrante,
quien, pese a haberse pasado la vida combatiendo —todavía luce la
cicatriz que le dejó la bala de los turcos que le atravesó la cara— es
un hombre eminentemente moral, desprovisto de odios, que, se diría, hace
la guerra porque no tiene más remedio y alguien tiene que hacerla, pero
preferiría dedicar su tiempo a quehaceres más intelectuales y
espirituales.
Aunque, “hablando en frío”, las cosas que ocurren en Guerra y paz
son terribles, dudo que alguien salga entristecido o pesimista luego de
leerla. Por el contrario, la novela nos deja la sensación de que, pese a
todo lo malo que hay en la vida, y a la abundancia de canallas y gentes
viles que se salen con la suya, hechas las sumas y las restas, los
buenos son más numerosos que los malvados, las ocasiones de goce y de
serenidad mayores que las de amargura y odio y que, aunque no siempre
sea evidente, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo peor que
ella arrastra, es decir, de una manera a menudo invisible, va mejorando y
redimiéndose.
La dimensión espiritual de la historia es mucho más importante que la que ocurre en los salones
Esa es probablemente la mayor hazaña de Tolstói, como lo fue la de Cervantes cuando escribió El Quijote, la de Balzac con su Comedia humana, la de un Dickens con Oliver Twist, de un Victor Hugo con Los miserables
o de Faulkner con su saga sureña: pese a sumergirnos en sus novelas en
las cloacas de lo humano, inyectarnos la convicción de que, con todo, la
aventura humana es infinitamente más rica y exaltante que las miserias y
pequeñeces que también se dan en ella; que, vista en su conjunto, desde
una perspectiva serena, ella vale la pena de ser vivida, aunque solo
fuera porque en este mundo podemos no sólo vivir de verdad, también de
mentiras, gracias a las grandes novelas.
No puedo terminar este artículo sin formular en público esta pregunta
que, desde que lo supe, me martilla los oídos: ¿cómo fue posible que el
primer Premio Nobel de Literatura que se dio fuera para Sully Prudhomme
en vez de Tolstói, el otro contendiente? ¿Acaso no era tan claro
entonces, como ahora, que Guerra y paz es uno de esos raros milagros que, de siglo en siglo, ocurren en el universo de la literatura?
Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2015.
© Mario Vargas Llosa, 2015.
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En este artículo, publicado en el diario El País, el Domingo día 23 de Agosto, se pregunta el Sr. Vargas Llosa, al final del
artículo que da título a este post, por qué no le dieron el Nobel de
literatura a Tolstói, en 1901, y los suecos se lo concedieron a un autor
con una obra de bastante menos hondura literaria, Sully Prudhomme. Quizás,
la respuesta esté en el testamento de Alfred Nobel, en el que se
establecía lo siguiente:"la cuarta al que haya producido la obra literaria más notable
en el sentido del idealismo". La obra de Prudhomme fue premiada con el primer Nobel de Literatura de la historia y el Jurado se lo concedió con estas palabras: "En especial reconocimiento por su labor poética, que presenta
un elevado idealismo, una gran perfección artística y una
combinación poco común tanto de las virtudes de la razón
como de las del sentimiento".
Se comprende, así,
que no se lo dieran tampoco a Émile Zola. Viendo esto, en principio,
parece ser que no hubo motivaciones políticas de fondo, como sí las hubo
cuando las autoridades rusas obligaron al autor de Doctor Zhivago,
Boris Pasternak, a rechazar el nobel del año 1958. Tampoco lo rechazó
el propio autor, por libre decisión personal, como hizo Jean-Paul Sartre
en 1964. Al mismo Vargas Llosa tardaron en concederle el nobel. Y al
escritor portugués António Lobo Antunes también se le resiste la
concesión. En estos últimos casos, quizás sí haya motivaciones de índole
ideológicas y políticas detrás. Ha existido una tendencia a conceder
pronto el galardón en materia de literatura, a los escritores más de
"izquierdas", mientras que a los escritores más "conservadores", se les
suele otorgar ya bien entrados en edades otoñales.
El testamento de Alfred Nobel decía lo siguiente:
"El que suscribe, Alfred Bernhard Nobel, declaro por
este medio tras profunda reflexión, que mi última voluntad
respecto a los bienes que puedo legar tras mi muerte es la siguiente:
Se
dispondrá como sigue de todo el remanente de la fortuna realizable
que deje al morir: el capital, realizado en valores seguros por mis testamentarios,
constituirá un fondo cuyo interés se distribuirá anualmente
como recompensa a los que, durante el año anterior, hubieran prestado
a la humanidad los mayores servicios. El total se dividirá en cinco
partes iguales, que se concederán: una a quien, en el ramo de las Ciencias
Físicas, haya hecho el descubrimiento o invento mas importante; otra
a quien lo haya hecho en Química o introducido en ella el mejor perfeccionamiento;
la tercera al autor del más importante descubrimiento en Fisiología
o Medicina; la cuarta al que haya producido la obra literaria más notable
en el sentido del idealismo; por último, la quinta parte a quien haya
laborado más y mejor en la obra de la fraternidad de los pueblos, a
favor de la supresión o reducción de los ejércitos permanentes,
y en pro de la formación y propagación de Congresos de la Paz.
Los
premios serán otorgados: los de Física y Química por
la Academia Sueca de Ciencias; el de Fisiología o Medicina por el Instituto
Carolino de Estocolmo; el de Literatura, por la Academia de Estocolmo; el
de la obra de la Paz, por una comisión de cinco individuos que elegirá
el Storthing noruego. Es mi voluntad expresa que en la concesión de
los premios no se tenga en cuenta la nacionalidad, de manera que los obtengan
los más dignos, sean o no escandinavos. Como ejecutores de estas disposiciones
testamentarias designo al señor Ragnar Sohman, con domicilio en Befors,
Verlandia, así como al señor Rudolf Lilljequist, con residencia
en Malmskildnadsgatan 31, Estocolmo, y Bengtfors en las proximidades de Uddevalla.
A
partir de ahora, es éste el único testamento con valor legal.
Con él quedan sin efecto todas las disposiciones testamentarias anteriores
que puedan aparecer después de mi muerte."
París,
27 de noviembre de 1895.
Alfred
Bernhard Nobel
Fuentes: