"Debía llegar un día en que la sangre correría sobre el empedrado de las calles y dejaría manchas rojas en la cara y en las manos de la mayor parte de los que allí se encontraban".
Historia de dos ciudades (1859). Charles Dickens.
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.». Así comienza una de las mejores novelas de Charles Dickens, ambientada en los albores de la Revolución Francesa. Las dos ciudades que dan título a la novela son Londres y París. Londres, aquí simboliza la paz y tranquilidad, el orden en las calles y la justicia. Por el contrario, París simboliza el horror, el caos en las calles y la venganza...
“Yo, Alejandro
Manette, desgraciado médico, natural de Beauvais y residente luego en París,
escribo este documento en mi triste calabozo de la Bastilla, en el último mes
de… Lo ocultaré luego en un agujero practicado en la chimenea, y tal vez lo
encuentre un hombre compasivo cuando yo no exista ya.
”Escribo con un clavo
y con hollín y polvo de carbón por tinta, a la que mezclo algo de sangre. Este
es mi décimo año de cautiverio y ya he perdido toda esperanza. Además, me doy
cuenta de que pronto me abandonará la razón, pero declaro solemnemente que
todavía estoy en posesión de mi entero juicio y que mi memoria es exacta, así
como que escribo la verdad.
”Una noche de
diciembre de…, paseaba yo junto al muelle del Sena, a bastante distancia de mi
residencia, cuando llegó junto a mí un carruaje que iba bastante aprisa. Me aparté
para no ser atropellado y entonces uno de sus ocupantes sacó la cabeza por la
ventanilla Y ordenó parar.
”El coche se detuvo
casi inmediatamente y la misma voz me llamó por mi nombre.
Cuando llegué junto al
coche ya habían bajado las dos personas que lo ocupaban y que iban envueltas en
capas, como si quisieran ocultarse. Ambos eran jóvenes, de mi edad, y se
parecían bastante.
”Se cercioraron de que
yo era el doctor Manette y luego me dijeron que después de haber estado en mi
casa y de averiguar que, probablemente, estaría paseando junto al río,
acudieron a mi encuentro. Dicho esto me invitaron a subir al carruaje de modo
que más parecía una orden. Me resistí tratando de averiguar qué deseaban y me
contestaron que se trataba de prestar mis auxilios médicos a un enfermo. No
tuve más remedio que obedecer y al poco rato el carruaje había salido de la
ciudad para detenerse ante una casa solitaria que se hallaría a cosa de media
legua de París. Bajamos los tres a un jardín algo abandonado y entramos en la casa.
”A la luz reinante
comprendí que aquellos hombres eran hermanos y tal vez gemelos, pero
inmediatamente solicitaron mi atención unos gritos que procedían,
aparentemente, de una habitación situada en el primer piso. Me condujeron allí
y a la habitación en que se hallaba la paciente, pues era una mujer joven, de
gran belleza. Tendría veinte años, estaba despeinada y tenía los brazos atados
a los costados. Inmediatamente vi que la pobre mujer sufría una fiebre
cerebral. Me acerqué a ella, le puse la mano en el pecho tratando de calmarla,
en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pronunciaba a gritos las siguientes palabras: “Mi marido, mi padre, mi hermano.”
Luego contaba hasta doce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sin la
menor variación.
”Pregunté por la
duración del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos me contestó que
desde la noche anterior a la misma hora.
”Indagué, entonces, si
la desgraciada mujer tenía padre, hermano y marido. Me contestaron que tenía
hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce, sin parar,
podía relacionarse con la hora de las doce de la noche.
”Como nada me habían
advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovisto de los
medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una caja en
que había algunas medicinas; escogí las que me parecieron apropiadas y conseguí
que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso observar el
efecto que producían en la enferma, me senté a su lado, en tanto que ella
seguía gritando las mismas palabras.
”Mientras estaba así,
al lado de la desgraciada mujer, uno de los dos hermanos me dijo que había otro
enfermo, y dándome cuenta de que, probablemente, se trataría de un caso también
urgente, seguí a los dos jóvenes, que me llevaron a una especie de buhardilla,
donde, tendido en el suelo y con una almohada bajo la cabeza, estaba un
muchacho campesino, que no contaría arriba de diecisiete años. Estaba echado de
espaldas, con una mano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me di cuenta
de que estaba herido y de muerte, y arrodillándome a su lado, le dije que era
médico y que acudía a cuidarlo.
”Al principio se negó
a dejarse examinar, pero luego consintió y vi que tenía una herida en el pecho,
producida por una espada, tal vez el día anterior, pero no era posible
salvarlo. Se moría y al volver los ojos hacia los dos hermanos, observé que
contemplaban al pobre muchacho con la misma indiferencia que si fuese un conejo
o un pájaro moribundo.
”Pregunté cómo fue
herido el muchacho, y uno de los hermanos me contestó que aquel siervo le había
obligado a desenvainar la espada, pero que cayó muerto en duelo, cual si fuese
un caballero. En sus palabras no pude advertir la menor emoción ni sentimiento
humanitario.
”Entonces el herido se
volvió hacia mí y me dijo:
”—Estos nobles son muy
orgullosos, doctor, pero también nosotros, los perros, lo somos a veces. Nos
roban, nos ultrajan, nos pegan y nos matan, pero a veces tenemos un poco de
orgullo. ¿La habéis visto, doctor?
”Desde allí se oían
los gritos de la desgraciada. Yo le contesté afirmativamente y él me dijo
entonces que era su hermana y que estaba prometida a un vasallo de los mismos
nobles, con el que se casó, aunque estaba enfermo y delicado, pero cuando hacía
pocas semanas de su boda, uno de los dos nobles, que vio a su hermana, quiso
hacerla suya y para lograr que su propio marido la convenciera de que
consintiese en tal infamia, cogieron al desgraciado y lo uncieron a un carro y
le obligaron a tirar de él. Luego, por la noche, lo pusieron de centinela para
que acallara el canto de las ranas, a fin de que no turbasen el sueño de los
señores. Y así, tirando de un carro de día y de noche cuidando de que las ranas
no cantaran, el pobre hombre, un día en que le soltaron para que se fuera a
comer, si encontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cada campanada del
reloj y murió en los brazos de su esposa.
”El moribundo se
sostenía tan sólo por su deseo de referir aquel tremendo drama y continuó:
”—Una vez muerto mi
cuñado se apoderaron de mi pobre hermana. Yo lo supe y llevé la noticia a
nuestro padre, cuyo corazón se quebrantó al oírla. Luego acompañé a mi hermana
menor hasta un sitio donde no la encontrarán y en donde ya no será nunca más la
vasalla de ese hombre. Hecho eso fui al encuentro de ese noble, y aunque soy un
perro despreciable, empuñaba una espada... Pero, ¿dónde está la ventana? ¿No
había una ventana? —preguntó— Me oyó mi hermana y acudió corriendo, pero le
dije que no se acercara hasta que uno de los dos estuviera muerto. El raptor
empezó tirándome algunas monedas y luego me pegó con su látigo, pero yo, a
pesar de ser un perro y nada más le abofeteé hasta obligarle a sacar la espada.
Puede romper ahora la que manchó con la sangre de un villano, pero lo cierto es
que tuvo que desenvainarla para defender su vida.
El moribundo hizo una
pausa y luego rogó:
—Incorporadme, doctor.
¿Dónde está ese hombre que no le veo? Volvedme el rostro hacia él, que quiero
verle.
”Hice lo que me pedía
y él, entonces, encarándose con el hermano menor, gritó:
—Día llegará, marqués,
en que será preciso dar cuenta de todas estas cosas y para entonces te emplazo
a ti y a todos los de tu raza maldita para que respondáis de vuestros crímenes
y como testimonio de ello te marco con esta cruz.
“Llevó los dedos a su
pecho y retirándolos mojados en sangre, trazó una cruz en el aire. Luego se
quedó rígido y cayó muerto.
”Cuando volví junto a
la enferma, la encontré de la misma manera. Comprendí que podía continuar de
igual modo por espacio de muchas horas, aunque no dudaba de que moriría. Repetí
el medicamento y me senté a su lado hasta que la noche estuvo muy avanzada. La
desgraciada seguía gritando las mismas palabras que antes.
”Pasaron treinta y
seis horas más, sin que variase su estado, hasta que el ataque empezó a ceder y
se calló, quedándose como muerta.
”Entonces fue cuando
pude darme cuenta de que la pobre estaba encinta y eso me hizo perder las pocas
esperanzas que tenía de salvarla.
”En aquel momento
entró en la estancia el marqués y me preguntó si había muerto.
“Contesté
negativamente, añadiendo que sin duda moriría muy pronto. El marqués se acercó
a mí y en voz baja me indicó la conveniencia de que en cuanto hubiese terminado
todo, yo olvidara aquellos hechos.
”No le contesté
fingiendo que estaba examinando a la enferma y al levantar los ojos me vi
frente a frente de los dos hermanos. A partir de entonces y durante la semana
que tardó en morir la desgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempre me
encontraba con uno de los dos hermanos. Evidentemente estaban disgustados
porque el menor hubiese tenido necesidad de desenvainar la espada contra un
villano y hasta pude advertir que me miraban con poca simpatía, aunque,
ostensiblemente, me trataban con la mayor cortesía.
”Una noche murió la
enferma, sin que me hubiera sido posible obtener noticias de ella acerca de su
nombre o de las circunstancias en que se desarrollaron los hechos. Los dos
hermanos me esperaban en la planta baja cuando me disponía a marcharme y me
preguntaron si había muerto. Contesté que sí y ellos respiraron aliviados de un
gran peso. Luego me pusieron en las manos un cartucho de monedas de oro, pero
lo dejé sobre la mesa y me negué a aceptarlo; en vista de eso, me hicieron un
grave saludo y se marcharon.
“A la mañana siguiente
llevaron a mi casa el mismo cartucho de monedas de oro. Mientras tanto, yo
había decidido ya lo que debía hacer. Escribiría aquel mismo día al ministro,
refiriéndole los dos casos en que había intervenido, pues aunque no ignoraba la
influencia de que gozaban los nobles, quería dejar mi conciencia tranquila.
”Había terminado casi
la carta en cuestión, cuando recibí la visita de una señora joven, simpática y
hermosa, que parecía estar muy agitada. Se presentó como esposa del marqués de
Saint Evremonde; parece que tenía sospechas del suceso a que vengo
refiriéndome, de la parte que en él tuvo su esposo y de mi intervención.
Ignoraba que la pobre joven hubiese muerto y su propósito era acudir en su
auxilio para alejar de su esposo la cólera de Dios. Tenía razones para creer
que existía otra hermana más joven y manifestó deseos de protegerla, pero yo,
además de asegurarle que, en efecto, existía, nada más pude decirle acerca de
su paradero, porque lo ignoraba.
”La pobre señora tenía
muy buenos sentimientos y no era feliz en su matrimonio. Cuando la acompañé
hasta su carruaje, vi a su hijito, niño de dos a tres años que la esperaba en
el coche.
”—Por amor de mi hijo
—dijo entre lágrimas— he de reparar, en cuanto me sea posible, todo el mal que
se ha hecho. Temo que mi hijo pague las culpas de su padre si yo no procuro
hacer algún bien, y mi primer cuidado será hacer que mi hijo llegue a ser un
hombre bueno y compasivo y que procure hacer todo el bien que pueda a esa
hermana si es posible hallarla.
”Se marchó y ya no la
volví a ver. Luego sellé mi carta y no atreviéndome a confiarla a manos
extrañas la llevé en persona a su destino.
”Aquella noche, la
última del año, hacia las nueve, llegó a mi casa un hombre vestido de negro,
solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lo introdujo a mi presencia.
”—Un caso urgente en
la calle de San Honorato —me dijo.
”Tenía ya un carruaje
dispuesto ante la puerta y en él me trajeron aquí, a mi tumba. A poca distancia
de mi casa me amordazaron y me ataron los codos. De un rincón obscuro de la
calle salieron el marqués y su hermano para identificarme. El marqués me mostró
la carta que escribiera al ministro y la quemó con ayuda de una linterna que le
ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transportado aquí, y enterrado en vida.
”Si Dios hubiese
permitido que cualquiera de los dos hermanos me trajera noticias de mi esposa
adorada, aunque no fuese más que para decirme si vive o ya ha muerto, creería
que no los ha abandonado por completo. Pero ahora creo que la cruz de sangre
que trazó aquel pobre muchacho ha sido fatal para ellos. Y a ellos y a sus
descendientes, hasta el último de su raza, yo, Alejandro Manette, desgraciado
preso, en esta noche, última del año …, los denuncio al cielo y a la tierra.”
Carta del Dr. Alexander Manette, leída ante el Tribunal revolucionario que juzga a su yerno, Charles Darnay, acusado por el mero hecho de ser descendiente de la nobleza (marqueses, la familia Evrémonde). Parte tercera, capítulo 10º.
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