"Y transcurrieron los días. Y los años.
Y vino la Muerte y pasó su esponja por toda la extensión de la fraga y desaparecieron estos seres y las historias de estos seres.
Pero detrás todo retoñaba y revivía, y se erguían otros árboles y se encorvaban otros hombres, y en las cuevas bullían camadas recientes y la trama del tapiz no se aflojó nunca.
Y allí están con sus luchas y sus amores, con sus tristezas y sus alegrías, que cada cual cree inéditas y como creadas para él, pero que son siempre las mismas, porque la vida nació de un solo grito del Señor y cada vez que se repite no es una nueva Voz la que la ordena, sino el eco que va y vuelve desde el infinito al infinito".

EL BOSQUE ANIMADO. Wenceslao Fernández Flórez.

lunes, 28 de octubre de 2019

MANUEL CHAVES NOGALES, NARRADOR EXCEPCIONAL DE LA ESPAÑA DE 1936.



La de Chaves es una vida corta, pero lo importante es lo que hizo en esa vida corta, que es ver y denunciar antes que muchos, antes incluso que Koestler, antes que muchas gentes, el horror del totalitarismo. Es decir, equiparar por primera vez, seguramente en España ninguno con tanta lucidez, el totalitarismo de derechas y el totalitarismo de izquierdas, a los nazis, a los fascistas y a los bolcheviques.
 Andrés Trapiello.


(...)Y, por supuesto, sin buenos ni malos. Las dos Españas mamaron la misma leche (...).

Creo que son días oportunos para leer despacio y comprendiendo lo que se lee (ojalá se trabajara con este texto en los colegios) el prólogo de "A sangre y fuego" (1937) de Chaves Nogales. Debería ser lectura obligatoria para cualquier español del siglo XXI.
Arturo Pérez-Reverte.

(...)Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España (...).
(...)Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo (...).
Manuel Chaves Nogales. A sangre y fuego.


(...)Entre los hunos -rojos- y los hotros -blancos (color de pus)- están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y-lo que para mí es peor- entonteciendo a España (...).
Miguel de Unamuno (carta al director de ABC de Sevilla, de fecha y lugar Salamanca 2.XII.1936- carta reproducida en las páginas 153-154 de Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie, de Juan eslava Galán-).

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Para quienes no hemos vivido de cerca los episodios históricos relacionados con la guerra civil española, ni en los años inmediatamente posteriores a la misma, ni tampoco el Franquismo, porque no habíamos nacido, ni tampoco hemos podido estudiar -desde la debida distancia que otorga una mayor y mejor visión o perspectiva de las cosas-, esas etapas históricas de España porque nos decían los profesores que aún quedaba demasiado reciente, solo nos queda acogernos a lo que dicen los historiadores -más o menos parciales-, además de los pocos libros existentes y documentos publicados y, sobre todo, la memoria de quienes sí fueron testigos, directos o indirectos, de todos esos horribles e inolvidables sucesos. Uno de esos libros, que constituye un testimonio directo de lo acontecido en la etapa inicial a la guerra, es la obra escrita por el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944), A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, publicada por primera vez en la editorial chilena Ercilla, en 1937. En palabras del escritor Arturo Pérez-Reverte (gracias a su labor de difusión, supe de esta obra y de su autor, al que desconocía por completo), Chaves Nogales fue un "reportero a la altura o por encima de Josep Pla y de César González Ruano, fue en opinión de muchos, el mejor periodista español del siglo XX (...). Fue ninguneado y desapareció de la luz pública durante medio siglo. No estuvo ni con los que ganaron la guerra y la perdieron en los manuales de literatura, ni con los que la perdieron en las trincheras y la ganaron en las librerías". Esta obra, de menos de cuatrocientas páginas, destaca especialmente, de entre todos los libros publicados acerca de la guerra civil española, por su ecuanimidad, objetividad y limpieza de ideologías e intentos de adoctrinamiento. En palabras de la profesora e investigadora Mª Isabel Cintas Guillén, experta en la figura de Chaves Nogales, "el libro, desconocido en españa, estuvo perdido por librerías de viejo y olvidado, al igual que su autor, que apenas se salvaba con las reediciones de Alianza de Juan Belmonte, matador de toros. Tras largos años de silencio, en 1993, se recogió en la Obra Narrativa Completa de Chaves Nogales que publicó la Diputación de Sevilla. Y, desde entonces, en una lenta reivindicación del periodista, sus obras han conocido variadas ediciones". Todos los expertos que recomiendan la lectura de la obra de Chaves Nogales, ponen como excusa o motivo que hace necesaria dicha lectura, que la prosa de este injustamente olvidado periodista está "desprovista del encono, la rabia y la ofuscación que aparece en otros relatos de guerra. Prosa limpia, ecuánime, independiente". Todos vienen a destacar, muy especialmente, el prólogo que el periodista realizó a su obra A sangre y fuego.Héroes, bestias y mártires de España, por haberse constituido en sí mismo un verdadero "manifiesto de equilibrio y una lección de cordura". Tras su lectura podemos comprobar que,  tristemente, el ambiente político y social de la España de hace ochenta y tres años que se nos describe en determinados pasajes, guarda demasiadas similitudes con la situación actual. Por este motivo, libros como éste son imprescindibles para que la historia no vuelva a repetirse.



El periodista Manuel Chaves Nogales, a la derecha de la imagen.




PRÓLOGO:


"Yo era eso que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal", ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio - como dicen los marxistas -, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.
Sí, como me ocurría a veces, el capitalismo no prestaba de buen grado sus grandes rotativas y sus toneladas de papel para que yo dijese lo que quería decir, me resignaba a decirlo en el café, en la mesa de la redacción o en la humilde tribuna de un ateneo provinciano, sin el temor de que nadie viniese a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me encarcelasen, ni a encamisados que me hiciesen purgar atrozmente mis errores. Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.
En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.
Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.
De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.
Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el "camarada director", y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de "pequeñoburgués liberal", de la que no renegué jamás.
Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo.
Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.
Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.
Los "espíritus fuertes" dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.
Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre  su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.
Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombre que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.
El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes -según la imagen clásica- va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos,absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que no hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.
El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.
No habrá más que una diferencia, un matiz. El de que el nuevo Estado español cuente con la confianza de un grupo de potencias europeas y sea sencillamente tolerado por otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo. Ni tiranía aristocrática ni dictadura del proletariado. En lo interior, un gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano. En lo exterior, un Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas naciones y la vigilancia de otras. Que sean éstas o aquéllas, esta mínima cosa que se decidirá al fin en torno a una mesa y que dependerá en gran parte de la inteligencia de los negociadores, habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato.
Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha. Hombre de un solo oficio, anduve errante por la España gubernamental confundido con aquellas masas de pobres gentes arrancadas de su hogar y su labor por el ventarrón de la guerra. Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.
Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos..., gente toda con un aire triste y un carácter agrio que se afana por conseguir lo inasequible: una patria de elección, una nueva ciudadanía. No quiero sumarme a esta legión triste de los "desarraigados" y, aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.
Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de nuevo a mi viejo oficio de narrador. España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.
Luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución que presuntuosamente hubiese querido colocar "sub specie aeternitatis". No creo haberlo conseguido.
Y quizá sea mejor así.

Montrouge (Seine), enero-mayo de 1937.





































Fuentes:

-Chaves Nogales, Manuel: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Libros del Asteroide, Barcelona, 2012.

-Eslava Galán, Juan: Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie. Planeta (colección Booket), Barcelona, 2014.

http://manuelchavesnogales.info/

https://elhombrequeestabaalli.wordpress.com/2013/03/08/entrevista-con-andres-trapiello/

https://www.xlsemanal.com/firmas/20171126/perez-reverte-el-hombre-que-si-estaba-alli.html