Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que, algún día, cada uno pueda encontrar la suya.
El Principito. Antoine de Saint-Exupéry.
La naturaleza no revela sus misterios de una vez para siempre.
Séneca. Cuestiones naturales.
Tras
cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la
proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el
alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos
han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número
interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil
millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo.
Pero, cada una de esas estrellas es un sol, a menudo mucho más
brillante y magnífico que la pequeña y cercana a la que denominamos el
Sol. Y muchos -quizá la mayoría- de esos soles lejanos tienen planetas
circundándolos. Así, casi con seguridad hay suelo suficiente en el
firmamento para ofrecer a cada miembro de las especies humanas, desde el
primer hombre-mono, su propio mundo particular: cielo...O infierno. No
tenemos medio alguno de conjeturar cuántos de esos cielos e infiernos
se encuentran habitados, y con qué clase de criaturas: el más cercano de
ellos está millones de veces más lejos que Marte o Venus, esas metas
remotas aún para la próxima generación. Mas las barreras de la distancia
se están desmoronando, y día llegará en que daremos con nuestros
iguales, o nuestros superiores, entre las estrellas. Los
hombres han sido lentos en encararse con esta perspectiva; algunos
esperan aún que nunca se convertirá en realidad. No obstante, aumenta el
número de los que preguntan: ¿Por qué no han acontecido ya tales
encuentros, puesto que nosotros mismos estamos a punto de aventurarnos
en el espacio? ¿Por
qué no, en efecto? Sólo hay una posible respuesta a esta razonable
pregunta. Mas recordad, por favor, que ésta es sólo una obra de ficción. La verdad, como siempre, será mucho más extraordinaria.
Arthur C. Clarke. Prólogo a 2001,Una Odisea Espacial.
La esperanza está en las estrellas. Tomamos la muerte para llegar a una estrella.
Vincent van Gogh.
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-A mi madre, in memoriam-
La noche estrellada sobre el Ródano (1888). Vincent van Gogh.
En 1937 se publicó, por vez primera, Hacedor de Estrellas (Starmaker), del escritor británico Olaf Stapledon. Esta obra comienza así:
Una noche, descorazonado, subí a la colina. Los matorrales me cerraban a menudo el camino. Abajo se ordenaban las farolas de los suburbios. Las ventanas, con las cortinas bajas, eran ojos cerrados que observaban interiormente la vida de los sueños. Más allá de la sombra del mar, latía un faro. Arriba, oscuridad. (...) Arriba, la oscuridad reveló una estrella. Una trémula flecha de luz, proyectada quién sabe cuántos miles de años atrás, ahora alcanzaba mis nervios como un punto visible, y me estremecía. (...) La inteligencia, mirando más allá del astro, no descubría ningún Hacedor de Estrellas, sólo oscuridad; ningún Amor, ningún Poder siquiera, sólo nada. Y sin embargo, el corazón parecía cantar una alabanza. (...) Pero en mi corazón yo sabía que no era así. Ni aun las frías estrellas, ni aun la totalidad del cosmos con todas sus vacías inmensidades podían convencerme de que ese nuestro preciado átomo de comunidad, que era tan imperfecto, que moriría tan pronto, no tuviese ningún significado.
La voz del narrador, en primera persona, describe su situación como de un tránsito de su alma, desde el lugar físico en que se encuentra, cerca de su casa, hacia el infinito y más allá, en una especie de viaje astral, interestelar, extracorpóreo, por el cosmos desconocido. En todo momento, su sentimiento de nostalgia de la Tierra perturbaba su experiencia viajera por otros planetas, mundos, por otras Tierras, muchas de ellas habitadas y con parecidos asombrosos a nuestro mundo. Todo se le aparecía así, siendo consciente de la enorme magnitud del espacio y tiempo en que se encontraba de viaje, en el círculo infinito del tiempo cósmico, testigo del proceso de crecimiento y madurez del propio Hacedor de Estrellas (los cosmos creados por Él eran sus juguetes). Esa es la infinitud que los hombres llaman Dios. No es de extrañar que el narrador mirara a su alrededor con la misma angustia sobrecogedora, la misma adoración humilde y muda con que los viajeros humanos que cruzan el desierto miran las estrellas nocturnas.
Cuando el narrador finaliza su viaje astral, ya de vuelta al lugar de partida, se hace esta reflexión: ¿Y sin embargo? Miré nuestra ventana. Habíamos sido felices juntos. Habíamos descubierto o habíamos creado nuestro pequeño tesoro de comunidad, una roca solitaria en toda la agitación del mundo. Esto, no la inmensidad astronómica e hipercósmica, esto, y sólo esto, era el fundamento sólido de la existencia.
Este soñador de universos, en un principio descorazonado, termina por reconocer y aceptar la inmensa grandeza de la humildad de su pequeño hogar que, aunque finito, es toda su existencia conocida. Esperanzado, tras su viaje por las estrellas, se pregunta si tenemos que adorar a un poder superior a nosotros, ¿no tiene sentido reverenciar al Sol y las estrellas? Y se acuerda de las palabras escritas por Vincent van Gogh, en una de sus cartas a su hermano Theo: Tengo...una terrible necesidad...¿diré la palabra?...de religión. Entonces salgo por la noche y pinto las estrellas.
Fuentes:
-C.Clarke, Arthur: 2001, Una Odisea Espacial. Ediciones Plaza y Janés, Barcelona, 1997.
-STAPLEDON, OLAF: HACEDOR DE ESTRELLAS. CLÁSICOS MINOTAURO. EDICIONES MINOTAURO, BARCELONA, 2008.